Despacho del doctor, con estanterías y vitrinas abarrotadas de libros e instrumentos quirúrgicos. Al foro, puerta que comunica con el vestíbulo. En primer término del lateral izquierdo, la del salón. En el lateral derecho, un par de ventanas con los cristales rotos. En medio de la estancia, escritorio lleno de volúmenes y papeles. Todo aparece revuelto. Es por la mañana.
DOCTOR STOCKMANN. (Hablando, a la puerta abierta del salón.)
- ¡Aquí he encontrado otra, Catalina!
SEÑORA STOCKMANN. (Desde el salón.)
- ¡Oh! todavía has de encontrar muchas más.
DOCTOR STOCKMANN. (Que deja una piedra en un montón de ellas sobre la mesa.)
- Guardaré estas piedras como una cosa sagrada. Ejlif y Morten las tendrán siempre ante sus ojos. Cuando sean mayores, las heredarán. (Mete un paraguas cerrado por debajo de las estanterías.) Oye, ¿no ha ido, cómo se llama esa… muchacha…, no ha ido a buscar al vidriero aún?
SEÑORA STOCKMANN. (Entrando.)
- Sí. Pero le ha contestado que no sabía si podría venir hoy.
DOCTOR STOCKMANN.
- No se atreverá; ya lo verás.
SEÑORA STOCKMANN.
- No; también Randina creía que no se atrevería. Por los vecinos, ¿sabes? (Habla hacia el salón.) ¿Qué quieres, Randina?… ¡Ah!, está bien. (Sale al salón y vuelve a los pocos momentos.) Aquí hay una carta para ti, Tomás.
DOCTOR STOCKMANN.
- Vamos a ver. (La abre y lee.) ¡Oh!
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿De quién es?
DOCTOR STOCKMANN.
- Del casero. Nos despide.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Es posible? Con lo decente que era…
DOCTOR STOCKMANN. (Mientras mira la carta.)
- Dice que no se atreve a obrar de otro modo. Lo hace muy a pesar suyo; pero no se atreve a tenernos de inquilinos. Teme a los ciudadanos, a la opinión pública. Está esclavizado; no se atreve a ir contra los poderosos…
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Lo ves, Tomás?
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, sí; lo veo. En esta ciudad todos son cobardes; nadie se atreve a nada por consideración al que dirán. (Arroja la carta sobre la mesa.) Es igual, Catalina. Emigraremos al Nuevo Mundo, y entonces…
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Tú crees prudente irnos de esta manera, Tomás?
DOCTOR STOCKMANN.
- Después de haberme injuriado con el nombre de enemigo del pueblo, después de haberme puesto en la picota, después de haber hecho añicos los vidrios de mi casa, ¿entiendes que puedo quedarme, Catalina? Hasta me han desgarrado mi pantalón negro.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¡Ay, Dios mío! Pues era el mejor que tenías.
DOCTOR STOCKMANN.
- No debería uno nunca ponerse su mejor pantalón para luchar por la libertad y la verdad. Pero lo del pantalón es lo de menos, porque ya lo zurcirás tú. Lo más difícil de soportar para mí es ver cómo el populacho, la plebe, ha sido capaz de acorralarme, tratándome de igual a igual.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¡Nos han insultado! Han sido realmente groseros, Tomás. Pero, aun así, no hay razón para que nos vayamos.
DOCTOR STOCKMANN.
- Sospecho que la plebe debe de ser tan insolente allá como acá. En todas partes ocurrirá lo mismo. ¡Bah!, no
me importa que los perros me enseñen los colmillos. Me río de ellos. Pero eso no es lo peor; lo peor es que de una punta a otra del país todos los hombres resultan esclavos de los partidos. El mal no se acusa tan malo por sí. Es posible que en América los asuntos públicos no se lleven mejor; allí hay asimismo mayoría aplastante, uniones liberales y todas esas patrañas. Matan, pero no queman a fuego lento, no encadenan un alma libre, como aquí, y siempre el individuo puede apartarse, abstraerse. (Se pasea por la estancia.) ¡Ah, si supiera de un bosque virgen o de alguna isla solitaria en los mares del Sur, donde pudiese vivir solo!
SEÑORA STOCKMANN.
- Pero, ¿y los niños, Tomás?
DOCTOR STOCKMANN. (Deteniéndose.)
- ¿Qué dices, Catalina? Es que prefieres verlos vivir en una atmósfera como ésta? La otra noche, tú misma has podido comprobar que la mitad de la población está loca de atar, y que, si la otra mitad no ha perdido la razón, es porque los imbéciles carecen de razón que perder.
SEÑORA STOCKMANN.
- Sí, Tomás. Estás en lo cierto; pero confiesa que dijiste cosas más que fuertes…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué quieres insinuar? ¿Que no es exacto lo que dije, lo que digo? ¿Que esas ideas no trastornan el juicio? ¿Acaso no son una mezcla de justicia e injusticia? ¿No han llamado mentira a lo que yo sé que es verdad? Por último, la mayor insensatez de esos hombres de edad madura, de todos esos liberales, de toda esa masa infecta, es que se creen y se hacen pasar por espíritus libres. ¿Dónde se habrá visto nada semejante, Catalina?
SEÑORA STOCKMANN.
- Realmente, es absurdo, es muy lamentable; pero… (Entra PETRA en el salón.) ¿Ya has vuelto de la escuela?
PETRA.
- Sí. Acaban de echarme.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Que te han echado?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿A ti también?
PETRA.
- Así me lo ha indicado la señora Busk, y me ha parecido lo mejor marcharme en seguida.
DOCTOR STOCKMANN.
- No llego a creer que la señora Busk haya sido capaz de hacer eso contigo.
PETRA.
- La señora Busk, en el fondo, no es mala. Se veía muy bien que sufría al obrar en esta forma. Ella misma me lo ha dicho, pero no se atreve a hacer otra cosa. En fin, el caso es que me han echado…
DOCTOR STOCKMANN. (Riéndose y frotándose las manos.)
- ¡Tampoco se ha atrevido ella! ¡Estupendo!
SEÑORA STOCKMANN.
- Se comprende. Después del tumulto de ayer…
PETRA.
- Aún no he terminado, papá.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Tienes algo más que decir? ¡Habla!
PETRA.
- La señora Busk me ha enseñado unas cartas que había recibido hoy por la mañana.
DOCTOR STOCKMANN.
- Anónimas, supongo, ¿eh?
PETRA
- Sí.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Lo estás viendo, Catalina? Ni siquiera se atreven a dar su nombre.
PETRA.
- Dos de ellas contaban que anoche, en el círculo, uno de nuestros amigos había dicho que yo profesaba ideas harto libres sobre ciertas cuestiones.
DOCTOR STOCKMANN.
- Presumo que no lo habrás negado.
PETRA.
- Sin duda. Me consta que a su vez la señora Busk tiene ideas libres en la intimidad. Pero, como las mías son conocidas, no se ha atrevido a conservarme junto a ella.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Oyes? ¡Nada menos que un amigo nuestro! Así nos agradecen, Tomás, nuestra hospitalidad…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡No aguanto un momento más entre tanta porquería! Anda, prepara las maletas al punto y vámonos de aquí; hoy, mejor que mañana.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¡Chis! Alguien viene por el comedor. Petra, ve a ver quién es.
PETRA. (Abriendo la puerta del vestíbulo.)
- ¡Ah! ¿Usted aquí, capitán? Pase, por favor.
HORSTER. (Que entra.)
- Quería saber cómo seguían ustedes.
DOCTOR STOCKMANN. (Le estrecha cordialmente la mano.)
- ¡Gracias, capitán! Es usted muy amable.
SEÑORA STOCKMANN.
- Le agradecemos de todo corazón habernos ayudado anoche a entrar en casa, capitán.
PETRA.
- ¿Cómo pudo entrar usted luego en la suya?
HORSTER.
- ¡Oh!, muy fácilmente. Tengo buenos puños, y esa gente lo único que tiene robusto son las gargantas.
DOCTOR STOCKMANN.
- Le sobra a usted razón. Son cobardes; tan cobardes, que mueven a risa. Venga; le voy a enseñar una cosa. ¿Ve usted? ¡Nos han tirado piedras! Le costará trabajo encontrar entre ellas piedras de combate. No obstante, hablaban de hacerme pasar un mal rato, y cuando se ha tratado de llegar a los hechos… En esta ciudad miserable no hay ni un hombre de acción.
HORSTER.
- Mejor que sea así, doctor; al menos, por esta vez.
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, efectivamente, pero es una vergüenza. Si un día hubiera que librar una batalla decisiva para el país, ya vería usted cómo la opinión pública, esa mayoría compacta, huía cual un rebaño de borregos. ¡Es triste pensarlo! Pero no; a la postre su estupidez me da risa. ¿Dicen que soy un enemigo del pueblo? Bien; pues seguiré siendo un enemigo del pueblo siempre.
SEÑORA STOCKMANN.
- No, Tomás, no lo serás nunca.
DOCTOR STOCKMANN.
- Yo que tú, no lo diría con tanta convicción, Catalina. Una frase venenosa puede hacer tanta daño como una punzada en los pulmones, y esa frase maldita se me ha clavado en el corazón, ¡Nadie podrá arrancarla ya!
PETRA.
- Conviene tomar la cosa a broma, papá, ¡Ríete de ellos!
HORSTER.
- Con el tiempo se cambia de ideas, señor doctor.
SEÑORA STOCKMANN.
- Sí, capitán; ha dicho usted una gran verdad.
DOCTOR STOCKMANN.
- Entonces será demasiado tarde y tendrán que arreglárselas como puedan. Que sigan entre sus abominaciones, con el remordimiento de haber desterrado a un buen patriota. ¡Peor para ellos! ¿Cuándo saldremos, capitán Horster?
HORSTER.
- Justamente he venido para hablar de eso.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Alguna avería en el barco?
HORSTER.
- No; pero ya no salgo con él.
PETRA.
- Espero que no le hayan despedido.
HORSTER. (Sonriente.)
- Sí, me han despedido.
PETRA.
- ¿Cómo es posible? ¿También a usted?
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Lo ves, Tomás?
DOCTOR STOCKMANN.
- Le pasa esto por su lealtad. Si lo hubiera sabido antes…
HORSTER.
- No se preocupe. No me será difícil conseguir colocarme con cualquier armador de otra ciudad.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Ese Vik es un miserable! ¡Hacer una cosa así siendo rico y libre!
HORSTER.
- Yo creo que, al fin y al cabo, es un hombre honrado. Me dijo que me habría mantenido en mi puesto si no fuese porque no se atrevía…
DOCTOR STOCKMANN,
- ¡Claro! ¡No se ha atrevido! ¡Era de creer!
HORSTER.
- Me dijo que, cuando se pertenece a un partido, no es tan fácil atreverse…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Y ésas son las palabras de un hombre honrado! ¡Vaya! ¿Sabe usted lo que es un partido? Un partido es un instrumento para hacer picadillo de carne… de carne humana.
SEÑORA STOCKMANN.
- Pero, Tomás…
PETRA. (A HORSTER.)
- Estoy segura de que no le habría acaecido esto si no nos hubiese acompañado usted a casa.
HORSTER.
- No lo lamento.
PETRA. (Estrechándole la mano.)
- ¡Muchas gracias!
HORSTER. (Al doctor.)
- He venido a decirle que, si está usted resuelto a marcharse, tengo un medio.
DOCTOR STOCKMANN.
- Con tal de salir de aquí, bueno será.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¡Chis! Han llamado.
PETRA.
- Debe de ser el tío Pedro.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Ah! (En voz alta.) ¡Adelante!
EL ALCALDE. (Asomando por la puerta.)
- Como tienes visita, volveré después.
DOCTOR STOCKMANN.
- No, no; puedes pasar.
EL ALCALDE.
- Es que iba a decirte algo confidencial.
SEÑORA STOCKMANN.
- Nosotros nos retiraremos al salón.
HORSTER.
- Yo vendré más tarde.
DOCTOR STOCKMANN.
- No, capitán; quédese con ellas. Todavía tengo que hablar con usted. Aguárdeme en el salón, se lo ruego.
HORSTER.
- Bueno, bueno. Aguardaré. (Pasa tras la SEÑORA STOCKMANN y PETRA al salón.)
(El ALCALDE, sin decir palabra, mira disimuladamente los vidrios rotos.)
DOCTOR STOCKMANN.
- Si te molesta la corriente, puedes cubrirte.
EL ALCALDE.
- Gracias. Con tu permiso. (Se pone la gorra.) Ayer me enfrié.
DOCTOR STOCKMANN.
- Pues a mí se me antojó que hacía demasiado calor en la sala.
EL ALCALDE.
- No sabes cuánto deploro no haber podido evitar lo de anoche.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Era eso lo que ibas a decirme tan confidencialmente?
EL ALCALDE. (Sacando una carta del bolsillo.)
- Aquí te traigo una carta de la dirección del balneario.
DOCTOR STOCKMANN.
- Estoy despedido, ¿no es eso?
EL ALCALDE.
- Sí, desde hoy. Lo sentimos mucho; pero no nos atrevemos a obrar de otro modo ante el ambiente que ha creado la opinión pública.
DOCTOR STOCKMANN. (Con una sonrisa.)
- ¡Ah!, ¿no os atrevéis? No es la primera vez que oigo decir eso.
EL ALCALDE.
- Tomás, te suplico que te hagas cargo de tu situación. De hoy en adelante no tendrás un solo cliente en toda la ciudad.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Y qué me importa la clientela?… Pero ¿cómo das por tan seguro eso?
EL ALCALDE.
- La Sociedad de Propietarios está haciendo circular de casa en casa un documento, según el cual los ciudadanos dignos deben comprometerse a no llamarte. Nadie osará negar su firma. En resumen, no se atreverán.
DOCTOR STOCKMANN.
- No lo dudo. ¿Y qué más?
EL ALCALDE.
- Si me lo permites, yo te aconsejaría que te marcharas de la ciudad por algún tiempo.
DOCTOR STOCKMANN.
- Eso pienso hacer.
EL ALCALDE.
- Perfectamente. Y si, después de reflexionar durante un año, te decides a escribir unas palabras de arrepentimiento y a retractarte de tus errores…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Piensas que volvería a tener mi puesto?
EL ALCALDE.
- Puede ser. Por lo menos, no es del todo imposible.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Cómo! ¿Y la opinión pública? ¿Te atreverías a retar a la opinión pública?
EL ALCALDE.
- ¡Bah! La opinión pública es muy mudable. Además, a la postre, lo que importa es entonces el mea culpa.
DOCTOR STOCKMANN.
- Lo creo. Ya sabes muy bien lo que pienso de estas mentiras.
EL ALCALDE.
- Sí, sí, ya lo sé. Pero, cuando decías eso, tu situación era buena, y estabas convencido de contar con una mayoría inmensa.
DOCTOR STOCKMANN.
- Y ahora, en cambio, la tengo contra mí. Pues bien: no. ¡Nunca lo haré, nunca en la vida!
EL ALCALDE.
- Sin embargo, Tomás, un padre de familia no puede arriesgarse a conducirse así.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Crees que no me atreveré? Sólo hay una cosa en el mundo a la que no debe atreverse un hombre libre. ¿Sabes cuál es?
EL ALCALDE.
- No.
DOCTOR STOCKMANN.
- Lo suponía. ¡Ea!, voy a exponértela: un hombre libre no debe jamás atreverse a obrar vilmente, de modo que tenga él mismo que escupirse a su propia cara, que avergonzarse de sí propio.
EL ALCALDE.
- Lo estimo muy justo; y si no hubiera otra razón para tu empeño en defender una mala causa… Pero es que precisamente hay una.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué quieres decir?
EL ALCALDE.
- Demasiado me entiendes. Te estoy dando un consejo de hermano y de hombre razonable: no te entregues a esperanzas inútiles que, probablemente, jamás se realizarán.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué quieres decir, repito?
EL ALCALDE.
- ¿Es que intentas persuadirme de que no conoces el testamento de Kul, del viejo Kul?
DOCTOR STOCKMANN.
- Lo único que sé es que lega lo poco que posee al Asilo de Ancianos. Pero, en resumidas cuentas, ¿qué me importa todo eso?
EL ALCALDE.
- ¿Lo poco que posee, dices? El viejo Kul es rico, muy rico.
DOCTOR STOCKMANN.
- No lo sabía. Da lo mismo.
EL ALCALDE.
- ¿Y tampoco sabías que una gran parte de su fortuna iba a ser para tus hijos, y que tú y tu mujer compartiríais el usufructo? ¿No te lo había dicho nunca el viejo Kul?
DOCTOR STOCKMANN.
- No, nunca. Al contrario, siempre estaba fingiéndose pobre; no hacía más que protestar contra los impuestos… ¿Estás seguro, Pedro, de no equivocarte?
EL ALCALDE.
- Puedes creer que mis informes son dignos de crédito.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿De suerte que Catalina y los niños quedarán al abrigo de toda necesidad? Tengo que darles esa buena noticia. (A voces.) ¡Catalina, Catalina!
EL ALCALDE.
- ¡Chis! ¡Cállate!, no digas nada aún.
SEÑORA STOCKMANN. (Apareciendo a la puerta.)
- ¿Me llamabas? ¿Qué querías?
DOCTOR STOCKMANN.
- Nada, nada. Puedes retirarte. (La SEÑORA STOCKMANN cierra de nuevo la puerta. STOCKMANN se pasea nerviosamente de un lado a otro.) ¡Al abrigo de toda necesidad! ¡Libres, a pesar de todo! ¡Qué alegría! ¡Esa noticia me ha hecho feliz!
EL ALCALDE.
- Todavía no es seguro. Kul puede muy bien anular el testamento el día que se le antoje.
DOCTOR STOCKMANN.
- No, Pedro, no lo hará. El Hurón estaba muy contento viendo cómo luchaba yo contra ti y tus inteligentes amigos.
EL ALCALDE. (Asombrado.)
- ¡Ah, sí! Ya empiezo a explicarme…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué…?
EL ALCALDE.
- No, nada. Tenías esto preparado hace mucho tiempo. Todos los ataques que has emprendido contra las autoridades en nombre de la verdad formaban parte de un plan premeditado, ¿eh?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Cómo!
EL ALCALDE.
- Deseabas heredar a ese viejo huraño.
DOCTOR STOCKMANN. (Con voz alterada.)
- Pedro, eres el ser más vil y más inmundo que he conocido en mi vida.
EL ALCALDE.
- Ahora todo ha terminado entre nosotros. Estás destituido definitivamente. Disponemos de armas poderosas contra ti, después de lo que acabo de saber. (Se marcha.)
DOCTOR STOCKMANN. (Al ALCALDE.)
- ¡Vete! ¡Sí, vete de una vez! ¡Eres un ser repugnante! (A voces.) ¡Catalina! Que frieguen el suelo que acaba de pisar ese hombre. Que traigan un cubo de agua. Llama a esa muchacha, a la criada…
SEÑORA STOCKMANN. (Desde el salón.)
- ¡Por Dios, Tomás, cálmate!
PETRA. (Que asoma a la puerta.)
- Papá, el abuelo quiere hablarte un momento.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Eh? ¡Cómo! (Se dirige hacia la puerta.) Pase. (MORTEN KUL entra y STOCKMANN cierra la puerta tras él.) Siéntese, tenga la bondad. ¿Qué quería usted?
MORTEN KUL.
- Nada; no vale la pena. (Mira en torno suyo.) Tiene usted la casa muy ventilada, Stockmann.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Ah!, ¿usted cree?
MORTEN KUL.
- Sí, por de contado; no le falta aire fresco. Estará usted furioso, ¿no? Pero, en todo caso, no le remorderá la conciencia.
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, eso es evidente.
MORTEN KUL.
- Estoy convencido. (Golpeándose el pecho.) ¿Adivina lo que hay aquí?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Otra conciencia tranquila?
MORTEN KUL.
- No, algo mucho mejor. (Saca una cartera y enseña varios papeles.)
DOCTOR STOCKMANN. (Mirándole, extrañado.)
- ¿Acciones de la Sociedad del Balneario?
MORTEN KUL.
- Hoy están muy baratas.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Y las ha comprado usted?
MORTEN KUL.
- Todas las que he podido.
DOCTOR STOCKMANN.
- Pero ¿no se percata del miserable estado en que se encuentra el establecimiento?
MORTEN KUL.
- Si es usted listo y razonable, todo puede conciliarse.
DOCTOR STOCKMANN.
- Bien sabe que hago cuanto puedo. Pero en esta ciudad todos están locos.
MORTEN KUL.
- Ayer me dijo usted que era mi tenería la que en particular causaba la infección. Si eso fuese cierto, resultaría que mi abuelo, mi padre y yo seríamos desde hace años la plaga de la ciudad. ¿Cree que puedo tolerar semejante deshonra sobre mi nombre?
DOCTOR STOCKMANN.
- Lo que creo es que, desgraciadamente, no tendrá usted más remedio que conformarse.
MORTEN KUL.
- Pues no. Estoy muy preocupado con el prestigio de mi nombre. Por lo visto, hasta me han puesto de mote el de
un animal inferior. Pero les demostraré que no merezco ese apodo, y que viviré según he vivido: en la más cabal limpieza.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Cómo hará para conseguirlo?
MORTEN KUL.
- Eso ya es cuestión suya.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Mía?
MORTEN KUL.
- Sabe usted con qué dinero he comprado esas acciones? Pues con el que heredarán de mí su mujer y sus hijos.
DOCTOR STOCKMANN. (Denotando creciente nerviosismo.)
- ¡Cómo! ¿Con el dinero que destina usted a Catalina ha sido capaz de hacer eso?
MORTEN KUL.
- Sí. Todo ese dinero se halla invertido desde hoy en el establecimiento. Ahora vamos a ver si está usted verdaderamente loco. Si continúa diciendo que las basuras de mi tenería infectan las aguas del balneario, perjudica así los intereses de su mujer y de sus hijos…
DOCTOR STOCKMAAN. (Enojado.)
- Pues, naturalmente, lo haré. Lo que digo es verdad. No se trata de ninguna locura.
MORTEN KUL.
- Usted no tiene derecho a hacer semejante cosa, por su mujer, por sus hijos.
DOCTOR STOCKMANN. (Parándose ante él.)
- Antes de comprar todos esos papeluchos, debería usted haberme consultado.
MORTEN KUL.
- Lo mejor es hacer las cosas en seguida, sin demora.
DOCTOR STOCKMANN. (Se pasea nerviosamente de un lado a otro.)
- Si no fuese porque estoy convencido de que lo que digo es exacto… Pero tengo la seguridad absoluta de que me asiste la razón.
MORTEN KUL. (Enseña la cartera.)
- Si continúa usted insistiendo en su locura, todo esto se convertirá en papeles mojados.
DOCTOR STOCKMANN.
- Ha de haber un medio científico…
MORTEN KUL.
- ¿Para exterminar los microbios?
DOCTOR STOCKMANN.
- Para evitar que perjudiquen, cuando menos.
MORTEN KUL.
- ¡Arsénico, hombre! ¿Por qué no emplea usted arsénico?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Qué tontería! Pero quizá me equivoque; como todo el mundo dice que no soy más que un soñador… ¡Oh! no vale la pena molestarse. ¡Peor para ellos! ¿No han dicho que soy un enemigo del pueblo esos majaderos? ¿No han hecho todo lo posible por destrozarme la ropa, y no han querido asaltar mi casa? Por si acaso, debo decírselo a Catalina, de todos modos.
MORTEN KUL.
- Sí, hable usted con su mujer. Es bastante juiciosa.
DOCTOR STOCKMANN. (Abalanzándose repentinamente sobre KUL.)
- Dígame: ¿cómo se le ha podido ocurrir tamaña treta? ¿Cómo ha sido capaz de causarme este dolor, arriesgando el dinero de Catalina? Cuando le miro, se me figura ver al mismísimo diablo.
MORTEN KUL.
- Será mejor que me vaya. Sólo quiero saber antes de dos horas su decisión: sí o no. Y si es negativa, depositaré inmediatamente las acciones en el Asilo de Ancianos.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué piensa usted dejar a Catalina, pues?
MORTEN KUL.
- Ni una moneda.
(ASLAKSEN y HOVSTAD aparecen por la puerta del vestíbulo.)
DOCTOR STOCKMANN. (Observando a los recién venidos.)
- ¿Cómo se atreven ustedes a venir a mi casa después de todo lo que ha pasado?
MORTEN KUL.
- ¡Ellos aquí!
HOVSTAD.
- Queríamos hablarle.
MORTEN KUL. (Aparte, al doctor.)
- Ya lo sabe usted. Antes de dos horas: sí o no. (Vase.)
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué pretenden ustedes? ¡Pronto, hablen!
HOVSTAD.
- ¿Está usted enfadado con nosotros por nuestra actitud de anoche? Lo comprendemos sin esfuerzo.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿A eso llaman ustedes actitud? ¡Valiente actitud! ¿No sienten la menor vergüenza por haber obrado así?
HOVSTAD.
- No podíamos obrar de otra guisa.
DOCTOR STOCKMANN.
- No se atreverían, querrá decir usted.
HOVSTAD.
- Pues sí, eso es.
ASLAKSEN.
- Pero ¿por qué no nos previno usted? Bastaba con una palabra a Hovstad o a mí, con una leve indicación…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿A qué se refiere usted?
ASLAKSEN.
- Debía habernos notificado el asunto de que iba a tratar.
DOCTOR STOCKMANN.
- No sé de qué están hablando ustedes.
ASLAKSEN. (Con un gesto de inteligencia.)
- De sobra lo sabe usted, señor doctor.
HOVSTAD.
- Ya no es menester mentir.
DOCTOR STOCKMANN. (Mirándolos alternativamente.)
- Vamos, ¿qué quieren ustedes decir con todo eso?
ASLAKSEN.
- ¿Es cierto que el viejo Kul anda por toda la ciudad comprando las acciones del balneario?
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, ha estado comprándolas hoy; pero…
ASLAKSEN.
- ¿No habría sido preferible encargar la cosa a otra persona menos allegada a usted, señor doctor?
HOVSTAD.
- Además, pudo usted muy bien no intervenir en el asunto. No hacían ninguna falta sus ataques al balneario. ¿Por qué no nos consultó, señor doctor?
DOCTOR STOCKMANN. (Comprende, y tras de una pausa, exclama, exaltado:)
- ¿Cómo es posible que…?
ASLAKSEN. (Sonriendo.)
- ¡Debería haber sido usted más hábil!
HOVSTAD.
- Lo mejor sería hacer que mediaran en el caso muchas personas; así disminuirían las responsabilidades individuales.
DOCTOR STOCKMANN. (Sereno.)
- Vamos a ver, ¿qué desean ustedes?
ASLAKSEN.
- Hovstad se lo dirá.
HOVSTAD.
- No, no; mejor será que hable usted, Aslaksen.
ASLAKSEN.
- ¡Sea! Puesto que ya sabemos en qué consiste el negocio, estamos dispuestos a ofrecer el apoyo de La Voz del Pueblo.
DOCTOR STOCKMANN.
- Entendido; pero ¿y la opinión pública? ¿No tienen miedo de que se levante la opinión pública contra ustedes?
HOVSTAD.
- ¡Oh! Descuide. Ya procuraremos conjurar la tormenta.
ASLAKSEN.
- Además, el señor doctor tendrá que evolucionar lentamente, ¿me comprende? Como su ataque ha producido ya el efecto necesario…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Vaya!, lo que usted quiere decir es que, como Morten Kul y yo hemos adquirido ya a buen precio las accciones del balneario…
HOVSTAD.
- Serán motivos puramente científicos los que le obliguen a tomar de nuevo su dirección…
DOCTOR STOCKMANN.
- Eso; y por tales motivos es por lo que he decidido al viejo Kul a meterse en el asunto. Reforzaremos ligeramente las tuberías y excavaremos un poco el lecho del río, sin que el Ayuntamiento tenga que hacer mayor gasto. ¿No les parece que así irá todo como una seda?
HOVSTAD.
- Creo que sí, máxime contando con el apoyo de La Voz del Pueblo.
ASLAKSEN.
- En toda sociedad libre, la prensa es una gran fuerza, señor doctor.
DOCTOR STOCKMANN.
- No lo dudo. Y la opinión pública igualmente. Usted, señor Aslaksen, se encargará de atraerse a la Sociedad de Propietarios, ¿eh?
ASLAKSEN.
- Por supuesto. Y a la de la Moderación. Cuente con ello.
DOCTOR STOCKMANN.
- Permítanme, señores; casi me ruboriza preguntarlo. ¿Podrían especificarme cuáles serán sus honorarios en este negocio?
HOVSTAD.
- ¡Oh! Excuso decir que nosotros habríamos preferido apoyarle gratis; pero La Voz del Pueblo está pasando por un momento crítico, y francamente, sería una pena verla sucumbir, sobre todo ahora que tiene tantas batallas políticas que librar y tantos asuntos importantes que solucionar.
DOCTOR STOCKMANN.
- Comprendido; sería una verdadera lástima para los amigos del pueblo, como ustedes… (Estallando.) Pero ¡yo soy un enemigo de ese pueblo ! ¿No lo sabían ya? ¿Dónde está mi bastón? ¿Dónde he dejado mi bastón? (Atraviesa rápidamente la escena.) iA ver! ¿dónde está mi bastón?
HOVSTAD.
- ¡Cómo! ¿Qué se propone?
ASLAKSEN.
- No irá a…
DOCTOR STOCKMANN. (Se detiene.)
- ¿Y qué sucedería si yo no quisiera cederles ni una sola de las acciones? Acuérdense de que los ricos no dan tan fácilmente su dinero.
HOVSTAD.
- Con todo, considere que esa cuestión de las acciones puede explicarse de… dos maneras.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Osará usted…? Y si no subvenciono La Voz del Pueblo, presentarán ustedes el asunto al público en la forma menos airosa. Son capaces de lanzarse sobre mí para acosarme y acabar de una vez conmigo.
HOVSTAD.
- Es una ley natural: la lucha por la vida.
ASLAKSEN.
- Hay que buscar el pan donde se encuentre…
DOCTOR STOCKMANN.
- Pues entonces búsquenlo en la cloaca. (Se pasea por la estancia.) Ahora hemos de ver cuál de los tres es el animal más fuerte. Voy a enseñarles cómo trata a los pillos la gente honrada de mi especie: ¡a palos! (Alcanza su paraguas y los amenaza con él)
HOVSTAD.
- Confío en que no atentará usted contra nuestras personas…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Afuera! ¡Largo de aquí!
ASLAKSEN.
- Pero ¿por dónde?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Por la ventana!
HOVSTAD. (Desde la puerta de entrada.)
- ¿Es que se ha vuelto usted loco?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Por la ventana! ¡De prisa!
ASLAKSEN. (Aturdido, da la vuelta al escritorio.)
- Tenga moderación, señor doctor; soy un hombre débil, indefenso… (A grandes voces.) ¡Socorro, socorro!
(CATALINA, PETRA y HORSTER se precipitan en la habitación.)
SEÑORA STOCKMANN.
- ¡Calma, Tomás! ¿Qué pasa?
DOCTOR STOCKMANN. (Paraguas en ristre.)
- ¡Salten ustedes a la calle! ¡Pronto! ¿Me oyen?
HOVSTAD.
- El capitán Horster es testigo de que ha agredido usted a un hombre inocente. (Desaparece por el vestíbulo como alma que lleva el diablo.)
ASLAKSEN. (Sin saber qué hacer.)
- Si conociera la distribución de las habitaciones… (Se desliza cautelosamente hacia el salón.)
SEÑORA STOCKMANN. (Reteniendo a su marido.)
- ¡Sosiégate, Tomás! ¡Por Dios, tranquilízate!
DOCTOR STOCKMANN. (Tira el paraguas.)
- ¡Han huído!
SEÑORA STOCKMANN.
- Pero ¿qué es lo que querían?
DOCTOR STOCKMANN.
- Ya te lo diré luego. Al presente tengo otra cosa que hacer. (Se acerca a su escritorio y escribe en una tarjeta de visita.) Lee, Catalina. ¿Qué pone?
SEÑORA STOCKMANN. (Lee.)
- ¡ No, no y mil veces no! Por triplicado en letra muy grande. ¿Qué es esto?
DOCTOR STOCKMANN.
- Ya lo sabrás. (Entrega la tarjeta a su hija.) Petra, dile a… la… criada, como se llame… que lleve esta tarjeta al curtidor Kul. ¡Sin perder un momento! (PETRA sale.) ¿Por qué han de venir hoy a verme todos esos malditos mensajeros? En lo sucesivo voy a afilar bien mi… pluma y a mojarla en… pus y veneno…
SEÑORA STOCKMANN.
- Pero, Tomás. ¿No te acuerdas de que nos marchamos?
(Vuelve PETRA.)
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué hay?
PETRA.
- Ya está hecho.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Marcharnos, decías? No, Catalina, no; nos quedaremos aquí.
PETRA.
- ¡Nos quedamos!
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Aquí, en la ciudad?
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí. Ha comenzado la batalla, y aquí he de conseguir la victoria. En cuanto hayas zurcido mi pantalón, saldré a buscar casa; tenemos que procurarnos un refugio para pasar el invierno.
HORSTER.
- Puede usted aprovechar la mía.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿En serio?…
HORSTER.
- No hay inconveniente. Me sobra espacio, y rara vez estoy en casa.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¡Qué amable es usted!
PETRA.
- ¡Gracias, muchísimas gracias, Horster!
DOCTOR STOCKMANN. (Estrechando la mano al capitán.)
- ¡Muchas gracias! Ya han cesado todas mis preocupaciones. Ahora voy a empezar a trabajar de firme; cuanto antes, mejor. Catalina, aún me quedan muchos descubrimientos por hacer. Ya podré al cabo disponer de todo el tiempo que quiera. Porque has de saber, Catalina, que me han dada la cesantía de mi cargo en el balneario.
SEÑORA STOCKMANN. (Suspirando.)
- Me lo temía.
DOCTOR STOCKMANN.
- Y quieren quitarme la clientela, por añadidura. ¡Bah, hagan lo que gusten! Siempre me quedarán los pobres, los que no pagan. Son los pobres, principalmente, los que me necesitan, y como no tendrán más remedio que escucharme, les sermonearé a diestro y siniestro, con su aprobación o sin ella.
SEÑORA STOCKMANN.
- Pero, querido Tomás, te consta adónde te conduce… sermonear.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Y qué quieres que le haga, Catalina? ¿O es que prefieres que me arrastre por el fango, dependiendo de la opinión pública, de la mayoría compacta y de todas esas paparruchas? No; lo que deseo es bien sencillo: deseo meter en la cabeza a esos estúpidos a quienes llaman aquí liberales, que son los peores enemigos de las hombres libres, que los programas de partido abortan toda verdad capaz de vivir, que la forma como interpretan ciertas conveniencias está fuera de toda moral y de toda justicia, y que acabarán por tornar la vida de todo punto insoportable. ¿No opina, capitán, que lograré hacérselo comprender?
HORSTER.
- Quizá. Yo no entiendo nada de esas cosas.
DOCTOR STOCKMANN.
- Pues va a entenderlo en seguida. Se impone que desaparezcan los cabecillas de partido. Todo cabecilla es un lobo, un lobo hambriento que necesita para vivir cierto número de gallinas y cordederos. Y si no, díganlo Aslaksen y Hovstad. ¿Cuántos corderos devoran? Y los que no devoran, los inutilizan, convirtiéndolos en propietarios de casas y en suscriptores de La Voz del Pueblo. (Se sienta en el borde de la mesa.) Ven aquí, Catalina. ¿Ves cómo nos envía el sol sus rayos generosos, y cómo nos refresca la brisa de primavera que entra por esa ventana?
SEÑORA STOCKMANN.
- Sí; pero no podemos vivir únicamente de rayos de sol y brisas de primavera.
DOCTOR STOCKMANN.
- Conque economices un poco más, ya verás cómo se arregla todo. Eso es lo que menos me preocupa. Lo malo es que no sé de ningún hombre lo bastante libre, lo bastante leal para proseguir mi misión cuando yo muera.
PETRA.
- No pienses de momento en eso, papá. Todavía tienes mucho tiempo por delante para actuar. Mira, ya están aquí los niños.
(Pasan EJLIF y MORTEN.)
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Habéis terminado las clases tan temprano?
MORTEN.
- Es que hemos tenido una riña con los otros chicos en el recreo, y…
EJLIF.
- Porque ellos se metieran con nosotros.
MORTEN.
- Sí, y entonces el señor Korlund ha dicho que sería conveniente que nos quedásemos en casa algunos días.
DOCTOR STOCKMANN. (Chasca los dedos y baja de la mesa.)
- ¡Mejor! Me alegro. No volveréis a pisar la escuela.
LOS NIÑOS.
- ¿No? ¿Nunca?
SEÑORA STOCKMANN.
- Pero, Tomás…
DOCTOR STOCKMANN.
- Nunca. Les enseñaré yo mismo. Ya no tendréis que estudiar nada de nada; pero, eso sí, haré de vosotros hombres libres y superiores. Para ello, Petra, necesitaré tu ayuda, ¿me oyes?
PETRA.
- Cuenta conmigo, papá.
DOCTOR STOCKMANN.
- Instalaremos la escuela en la sala donde me insultaron llamándome enemigo del pueblo. Pero se requerirá que vengan más alumnos aún; me hace falta lo menos una docena de muchachos para empezar.
SEÑORA STOCKMANN.
- No los encontrarás en toda la ciudad.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Eso, lo veremos! (A sus hijos.) ¿No conocéis vosotros algunos granujillas?
MORTEN.
- Sí, papá, yo conozco algunos.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Magnífico! A ver si puedes traérmelos. Quiero ensayarme con ellos. A veces se encuentran verdaderos prodigios.
MORTEN.
- ¿Y qué vamos a hacer cuando seamos hombres libres y superiores?
DOCTOR STOCKMANN.
- Entonces, hijos míos, iréis a la caza de lobos, que por aquí abundan.
SEÑORA STOCKMANN.
- Con tal que no sean los lobos los que te cacen a ti, Tomás…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué locuras estás diciendo, Catalina? ¿Cazarme? ¿A mí, que ahora soy el hombre más poderoso de la ciudad?
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Poderoso?… ¿Tú?
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí. Y hasta me aventuro a decir que soy uno de los hombres más poderosos del mundo.
MORTEN.
- ¿De veras, papá?
DOCTOR STOCKMANN. (En voz baja.) ¡Chis! ¡Silencio! Todavía es un secreto; pero vengo de hacer un gran descubrimiento…
SEÑORA STOCKMANN. (Extrañada.)
- ¿Otro descubrimiento?
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, otro. (Congregando a todos en torno suyo.) Helo aquí. Escuchad. El hombre más poderoso del mundo es el que está más solo.
SEÑORA STOCKMANN. (Sonríe y mueve la cabeza.)
- ¡Tomás, Tomás!
PETRA. (Tomándole cariñosamente las manos.)
- ¡Papá!
FIN DE “UN ENEMIGO DEL PUEBLO”
Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires
19-04-2024