La misma decoración que en el acto anterior. La puerta del comedor está cerrada. Es por la mañana.
SEÑORA STOCKMANN. (Con una carta cerrada en la mano sale del comedor, se dirige a la primera puerta de la derecha y la entreabre.)
- ¿Estás ahí, Tomás?
DOCTOR STOCKMANN. (Desde dentro.)
- Sí; acabo de llegar. (Saliendo.) ¿Qué pasa?
SEÑORA STOCKMANN.
- Carta de tu hermano. (Se la da.)
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Ah, vamos! A ver… (Abre el sobre y lee.) “Adjunto la memoria…” (Sigue leyendo a media voz.) ¡Hum!…
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Qué dice?
DOCTOR STOCKMANN. (Guardándose la carta en el bolsillo.)
- Nada; que vendrá a verme a mediodía.
SEÑORA STOCKMANN.
- No te olvides de estar en casa para cuando llegue.
DOCTOR STOCKMANN.
- Me es muy fácil; ya he acabado todas las visitas de la mañana.
SEÑORA STOCKMANN.
- Tengo verdadera curiosidad por saber qué impresión le ha producido.
DOCTOR STOCKMANN.
- Ya verás cómo le molesta que haya sido yo y no él quien ha hecho el descubrimiento.
SEÑORA STOCKMANN.
- Sí, de fijo; y eso te preocupa, ¿no?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Pchs!… En el fondo le alegrará, como es de suponer. Aunque, de todos modos, te consta la poca gracia que hace a Pedro que no se cuente con él cuando se trata de prestar un servicio a la ciudad.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Sabes una cosa, Tomás? Quizá sea preferible que tengas la delicadeza de compartir con él los honores. Di, por ejemplo, que ha sido él quien te ha puesto sobre la pista, o algo así.
DOCTOR STOCKMANN.
- Por mí, no hay ningún inconveniente. Con tal de conseguir que se hagan todas las reformas necesarias…
MORTEN KUL. (Asomando la cabeza por la puerta del vestíbulo, con malicia mal disimulada.)
- ¿Es verdad lo que me han dicho?
SEÑORA STOCKMANN. (Yendo hacia él.)
- ¡Padre! ¿Tú aquí?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Caramba! Mira por dónde aparece mi señor suegro. Buenos días.
SEÑORA STOCKMANN.
- Pasa, padre, pasa.
MORTEN KUL.
- Si es verdad, paso; si no, me marcho.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué quiere usted saber si es verdad?
MORTEN KUL.
- La historia esa de las cañerías. ¿Lo es?
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí que es verdad. Oiga: ¿cómo se ha enterado usted?
MORTEN KUL. (Decidido a pasar.)
- Ha entrado a contármelo Petra, al ir al colegio…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Ah!
MORTEN KUL.
- Sí, me ha explicado que… El caso es que al principio yo me dije para mi capote: “Ésta está tomándome el pelo.” Aun cuando, ciertamente, no creo que Petra sea capaz…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Qué idea! ¿Cómo se imagina…?
MORTEN KUL.
- Más vale no fiarse nunca de nadie. Después le engañan a uno, y hace el ridículo. Pero ¿en serio…?
DOCTOR STOCKMANN.
- Completamente en serio… ¡Ea! siéntese. (Le obliga a sentarse en el sofá.) ¿No ha sido una suerte para la ciudad?
MORTEN KUL. (Que contiene la risa.)
- ¿Una suerte?
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, señor, por haberlo descubierto a tiempo.
MORTEN KUL. (Reportándose a duras penas.)
- ¡Claro, claro! ¡Qué duda cabe! Jamás habría creído que fuese usted capaz de darle ese chasco, a su hermano.
DOCTOR STOCKKMANN.
- ¿Chasco?
SEÑORA STOCKMANN.
- Pero, padre, si…
MORTEN KUL. (Mientras apoya las manos y el mentón sobre el puño de su bastón y guiña un ojo al doctor, con picardía.)
- Ande; cuente, cuente. ¿De manera que se han colado unos bichitos en las cañerías?
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, unos infusorios.
MORTEN KUL.
- Eso me ha dicho Petra; que se habían colado no sé qué animalitos. Un montón, ¿no?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Millares y millares!
MORTEN KUL.
- Y no se puede verlos, ¿eh?
DOCTOR STOCKMANN.
- En efecto, no se puede.
MORTEN KUL. (Con una risita zumbona.)
- ¡Diablo! ¡Esta sí que es buena!
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Cómo ! ¿Qué dice usted?
MORTEN KUL.
- Nada: que eso, no se lo traga ni el alcalde.
DOCTOR STOCKMANN.
- Ya lo veremos.
MORTEN KUL.
- ¡Ni que se hubiera vuelto loco!
DOCTOR STOCKMANN.
- Si eso es volverse loco, tendrá que volverse loca toda la ciudad.
MORTEN KUL.
- ¿Toda la ciudad? ¡Diantre! ¡Quién sabe! Son capaces. Por cierto que no les vendría nada mal. ¿No se creen más sabios que nosotros los viejos? Me echaron del Consejo Municipal como a un perro; sí, señor, como a un perro. Pero ahora van a pagármelas todas juntas. Sí, sí; ande, hágales esa jugada.
DOCTOR STOCKMANN.
- Pero, suegro de mi alma…
MORTEN KUL.
- Nada, nada; hágasela. ¡Pues, no faltaba más! (Se levanta.) Si consigue poner al alcalde y a toda su pandilla en un buen aprieto, aunque no tengo mucho dinero, le juro a usted que doy cien coronas para los pobres.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Hombre, qué generoso!
MORTEN KUL.
- En fin, realmente, no estoy ahora para derrochar. Pero, sea como sea, ya lo sabe usted: si lo hace, estoy dispuesto a regalar a los pobres cincuenta coronas como aguinaldo de Nochebuena.
(Aparece HOVSTAD por la puerta del vestíbulo.)
HOVSTAD.
- Buenos días. (Se detiene.) ¡Oh, perdón! …
DOCTOR STOCKMANN.
- Pase usted, amigo. Sin cumplidos.
MORTEN KUL. (Con sorna.)
- ¡Vaya! ¿También éste anda metido en el ajo?
HOVSTAD.
- ¡Cómo! ¿Qué está usted diciendo?
DOCTOR STOCKMANN.
- Por supuesto. Éste también es de los nuestros.
MORTEN KUL.
- ¡Ya decía yo! De modo que saldrá en el periódico y todo, ¿eh? ¡Qué listo es usted, señor Stockmann! Bueno, los dejo: para que puedan conspirar a su antojo. Me voy.
DOCTOR STOCKMANN.
- No, hombre, no se vaya. Aguarde un momento.
MORTEN KUL.
- Nada, nada; me, voy. ¡Qué diablo! a ver si se les ocurre una buena trastada. (Vase, acompañado, de la SEÑORA STOCKMANN.)
DOCTOR STOCKMANN. (Risueño.)
- El viejo no quiere creer ni una palabra del asunto de las aguas.
HOVSTAD.
- ¡Ah! ¿Era de eso de lo que estaban hablando?
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, de eso era. Y quizá venga usted a hablar de lo mismo.
HOVSTAD.
- Efectivamente. ¿Puede usted concederme unos segundos?
DOCTOR STOCKMANN.
- Estoy a su entera disposición. Cuando usted guste.
HOVSTAD.
- ¿Ha tenido noticias del alcalde?
DOCTOR STOCKMANN.
- Aún no. Pero me prometió venir a mediodía.
HOVSTAD.
- He estado pensando más despacio respecto a lo de ayer, y…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Y qué?
HOVSTAD.
- En resumidas cuentas, para usted, como médico, como hombre de ciencia, este asunto de las aguas no es más que una cuestión de estudio. Pero, ¿acaso no ve las gravísimas consecuencias que puede acarrear?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Cómo! Venga aquí, al sofá, y siéntese. ¿Qué decía? (HOVSTAD se sienta en el sofá, el doctor, en un sillón, al otro lado de la mesa.) ¿De suerte que usted cree…?
HOVSTAD.
- Dijo usted ayer que la descomposición del agua se debía a las inmundicias del suelo, ¿no?
DOCTOR STOCKMANN.
- Así es. Esas inmundicias provienen, sin duda del pantano del Valle de los Molinos.
HOVSTAD.
- Pues yo presumo que provienen de otro pantano muy distinto.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿De cuál?
HOVSTAD.
- Del Pantano donde está pudriéndose toda nuestra sociedad.
DOCTOR STOCKMANN.
- Pero, hombre de Dios, ¿qué dice usted?
HOVSTAD.
- Poco a poco todos los asuntos de la ciudad han ido a parar a manos de un cotarro de funcionarios…
DOCTOR STOCKMANN.
- No; no son funcionarios todos.
HOVSTAD.
- Da lo mismo: los que no son funcionarios, son amigos y partidarios suyos. Todos son ricos o personas destacadas del país, y nos gobiernan y dirigen a su albedrío.
DOCTOR STOCKMANN.
- Los hay positivamente capaces, personas expertas…
HOVSTAD.
- ¿Capaces?… ¿Expertos? ¿Lo han demostrado al establecer la conducción de agua?
DOCTOR STOCKMANN.
- Por descontado, eso fue una equivocación. Pero ahora vamos a repararla.
HOVSTAD,
- ¿Supone usted que será tan fácil?
DOCTOR STOCKMANN,
- Fácil o no, se ha de reparar.
HOVSTAD.
- Sobre todo si la prensa toma cartas en el asunto. .
DOCTOR STOCKMANN.
- No será menester. Estoy seguro de que mi hermano…
HOVSTAD.
- Dispense usted, señor doctor, pero le advierto que me propongo ocuparme de ello.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿En el periódico?
HOVSTAD.
- Sí. Cuando me hice cargo de la dirección de La Voz del Pueblo mi único pensamiento era acabar de una vez para siempre con esa camarilla de viejos testarudos que monopolizan todo el poder.
DOCTOR STOCKMANN.
- Lo sabía. Sin embargo, usted mismo me dijo que el resultado de esa campaña fue llevar el periódico casi a la ruina.
HOVSTAD.
- Tuvimos que callarnos y transigir, es cierto; sin esos señores habría sido imposible la fundación del balneario. Pero ahora que lo tenemos en plena marcha, muy bien podemos prescindir de tan honorables caballeros
DOCTOR STOCKMANN.
Prescindir de ellos sí; pero les debemos nuestra gratitud.
HOVSTAD.
- Y nos hallamos dispuestos a reconocerlo cortésmente. No obstante, un periodista que, como yo, profesa ideas populares, no puede dejar pasar una oportunidad como esta de echar abajo para lo sucesivo la vieja fábula de la infalibilidad de los dirigentes. Hay que terminar con todas esas supersticiones.
DOCTOR STOCKMANN.
- Sinceramente, estoy de acuerdo con usted, siempre que no haya sino supersticiones.
HOVSTAD.
- Con franqueza, me disgustaría mucho verme obligado a combatir al alcalde, puesto que es su hermano. Pero usted mismo reconocerá que la verdad debe estar por encima de todas las conveniencias. ¿No es así?
DOCTOR STOCKMANN.
- Tiene usted razón. Aunque, al fin y al cabo…
HOVSTAD.
- No debe usted pensar mal de mí. No soy ni más egoísta ni más ambicioso que la mayoría de la gente.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Por Dios! ¿Quién va a sospechar que…?
HOVSTAD,
- Como usted sabrá, soy de origen humilde, y he tenido ocasión de comprender claramente que las clases inferiores deben participar en el gobierno. Dirigiendo los asuntos públicos es como se desarrollan las facultades naturales
y la confianza en sí mismo…
DOCTOR STOCKMANN.
- Conforme por completo.
HOVSTAD.
- Por eso opino que entraña una gran responsabilidad para un periodista perder cualquier coyuntura de trabajar por la emancipación de los débiles, de los oprimidos. Ya sé que los poderosos dirán que eso es una insurrección o algo por el estilo. ¡Digan lo que quieran! No me importa; tengo la conciencia tranquila.
DOCTOR .STOCKMANN.
- ¡Muy bien hablado, Hovstad! Pero en todo caso, yo… ¡Caray! (Llaman a la puerta.) ¡Adelante!
(El impresor ASLAKSEN se presenta por el vestíbulo. Viste un modesto aunque correcto traje negro. Trae una bufanda blanca levemente arrugada, guantes, chistera, todo en la mano.)
ASLAKSEN. (Inclinándose.)
- Usted sabrá disculparme, señor doctor, que me haya tomado la libertad…
DOCTOR STOCKMANN. (Se pone de pie.)
- ¡Toma! ¡Ya tenemos aquí al señor Aslaksen!
ASLAKSEN.
- El mismo, señor doctor.
HOVSTAD. (Se levanta a su vez.)
- ¿Viene usted por mí, Aslaksen?
ASLAKSEN.
- No; no tenía la menor noticia de que estuviera usted aquí. Sólo deseaba hablar con el señor doctor…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿En qué puedo servirle?
ASLAKSEN.
- Me han notificado que pretende usted reformar la instalación de la traída de aguas. ¿Es cierto eso?
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí; de las del balneario…
ASLAKSEN.
- Perfectamente. Entendido. De ser así, vengo a comunicarle que apoyaré con todas mis fuerzas su proyecto.
HOVSTAD. (Al doctor.)
- ¿Lo ve usted?
DOCTOR STOCKMANN.
- Muchas gracias; pero…
ASLAKSEN.
- Sin que esto signifique que ponga en duda su valía ni mucho menos, creo, señor doctor, que no dejará de serle útil el apoyo de los ciudadanos humildes. Unidos, constituimos una mayoría compacta, y nunca está de más poder contar con la mayoría, doctor.
DOCTOR STOCKMANN.
- Evidente; pero, si bien se mira, no creo que haga falta prepararse tanto. Por mi parte, espero que un asunto tan claro y tan sencillo…
ASLAKSEN.
- ¡Ah! Por lo que pueda tronar, siempre es bueno prevenirse. Conozco de sobra a las autoridades municipales. Los potentados no acceden de buena gana a una proposición que no provenga de ellos. Por consiguiente, me parece que sería muy oportuno, organizar una manifestación.
HOVSTAD.
- Eso es. De acuerdo.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Una manifestación? Pero… ¿qué entiende usted por una manifestación?
ASLAKSEN.
- Como es lógico, sugiero una cosa moderada. Usted sabe muy bien que considero la moderación como la principal de las virtudes cívicas; tal es mi criterio, al menos.
DOCTOR STOCKMANN.
- Su moderación es proverbial, señor Aslaksen; todos lo sabemos.
ASLAKSEN.
- ¡Y tanto! Sin pecar de inmodesto, creo que puedo preciarme de ello. En suma, esta cuestión de las aguas es de máxima importancia para nosotros los pequeños ciudadanos. Diríase que el balneario va a convertirse en una auténtica mina de oro para la ciudad. Todos disfrutaremos sus beneficios, y en particular, los que somos dueños de inmuebles. Así, pues, estoy decidido a defender el establecimiento por cuantos medios haya a mi alcance, y como soy presidente de la Sociedad de Propietarios… Además, soy agente de la Sociedad de Moderación. ¿Sabe usted el trabajo que me da la causa de la moderación?
DOCTOR STOCKMANN.
- Por supuesto; lo sé.
ASLAKSEN.
- Como comprenderá, estoy relacionado con mucha gente. Se me conceptúa un ciudadano honrado y pacífico, y naturalmente, tengo cierto poder en la ciudad… una pequeña influencia… con perdón sea dicho.
DOCTOR STOCKMANN.
- Me consta, señor Aslaksen.
ASLAKSEN.
- Le comunico todo esto, porque me sería fácil conseguir un manifiesto público de gratitud, si fuese necesario.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Un manifiesto de gratitud?
ASLAKSEN.
- Sí, una especie de carta, agradeciéndole haber dado impulso al asunto de los baños, firmada por nuestros conciudadanos. Huelga añadir que debería redactarse en términos suaves para no ofender a las autoridades, a las personas que asumen el poder. Haciéndolo con las suficientes precauciones, colijo que nadie podría tomarlo a mal, ¿no cree usted?
HOVSTAD.
- ¡Bah! Y aunque lo tomasen…
ASLAKSEN.
- ¡No, no! Nada de ataques a la autoridad, señor Hovstad. Nada de oposiciones contra personas con las cuales hemos de convivir. Tengo una triste experiencia de lo que son esas cosas; nunca dan buenos resultados. Basta con las opiniones razonables y sinceras de los ciudadanos.
DOCTOR STOCKMANN. (Estrechándole la mano.)
- No sabe usted cuánto me satisface contar con la adhesión de mis conciudadanos, señor Aslaksen. Me encuentro verdaderamente satisfecho… ¿no quiere tomar una copita de jerez?
ASLAKSEN.
- No, muchas gracias; no tomo nunca esa clase de alcohol.
DOCTOR STOCKMANN.
- No insisto; un vaso de cerveza, entonces. ¿Lo acepta?
ASLAKSEN.
- Tampoco, señor doctor; muchas gracias. No acostumbro tomar nada a estas horas del día. Bien; voy a la ciudad para hablar con los propietarios y prepararlos.
DOCTOR STOCKMANN.
- Es usted muy amable, señor Aslaksen; pero, confieso que no me cabe en la cabeza la necesidad de tantos preparativos. Confío en que el asunto se resolverá por sí solo.
ASLAKSEN.
- Las autoridades trabajan con cierta lentitud, señor doctor. Y no lo digo como crítica, ¡Dios me libre!…
HOVSTAD.
- Mañana se insertará todo en el periódico, Aslaksen.
ASLAKSEN.
- Pero… con moderación, Hovstad, con moderación… Hay que proceder prudentemente; si no, no logrará usted nada. Créanme: he cosechado no pocas enseñanzas a este respecto en la escuela de la vida… ¡Vaya!, me retiro. Pero acuérdese, señor doctor, de que los ciudadanos modestos estaremos detrás de usted como un muro. Cuenta con una mayoría compacta.
DOCTOR STOCKMANN.
- Muchas gracias, querido amigo. (Le da la mano.) Hasta la vista.
ASLAKSEN.
- ¿Viene usted conmigo a la imprenta, señor Hovstad?
HOVSTAD.
- Iré más tarde; todavía tengo algo que hacer.
ASLAKSEN.
- Como guste. (Saluda y vase. El doctor le acompaña al vestíbulo.)
HOVSTAD. (En cuanto vuelve el doctor.)
- Veamos: ¿qué me dice usted, señor doctor? ¿ No estima que ya es hora de sacudir un poco todas esas flaquezas, esas cobardías?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Se refiere usted a Aslaksen?
HOVSTAD.
- Sí. Es uno de esos individuos que se hunden en el pantano, aunque, por lo demás, resulte una bellísima persona. Aquí todos son por el estilo: siempre nadando entre dos aguas, sin atreverse jamás a dar un paso en firme, por culpa de esas malditas consideraciones…
DOCTOR STOCKMANN.
- Con todo, se me figura que Aslaksen está muy bien dispuesto. ¿No le parece a usted?
HOVSTAD.
- Para mí, hay cosas más importantes que la buena disposición, y son el valor y la confianza en sí mismo.
DOCTOR STOCKMANN.
- Sobre ese particular, le sobra razón a usted.
HOVSTAD.
- Pues por eso voy a aprovechar la ocasión y estimular a las personas de buena voluntad. En esta ciudad hay que dar ya al traste en definitiva con el culto a las autoridades. Ese maldito desatino de la traída de aguas debe ser puesto en evidencia ante todo ciudadano con derecho a votar.
DOCTOR STOCKMANN.
- Bueno; si usted cree que con ello sirve al bien común, hágalo. No obstante, aguarde a que hable con mi hermano.
HOVSTAD. .
- De todos modos, prepararé el artículo, y si el alcalde no quiere ocuparse del asunto…
DOCTOR STOCKMANN.
- Pero ¿cómo cree usted… ?
HOVSTAD.
- ¡Cualquiera sabe! Y en ese caso…
DOCTOR STOCKMANN.
- En ese caso…, óigame bien… publicaría usted mi artículo íntegro.
HOVSTAD.
- ¿De veras? ¿Palabra?
DOCTOR STOCKMANN. (Entregándole el manuscrito.)
- Aquí lo tiene.. Lléveselo, léalo y devuélvamelo después.
HOVSTAD.
- Descuide, querido, doctor. Adiós.
DOCTOR STOCKMANN.
- Adiós. Ya verá usted que todo va a ir como una seda, señor Hovstad… como una seda.
HOVSTAD.
- Ya lo veremos, ya lo veremos. (Saluda y vase por la puerta del vestíbulo.)
DOCTOR STOCKMANN. (Se dirige hacia el comedor.)
- ¡Catalina!… ¡Ah! ¿Estás ya aquí, Petra ?
PETRA. (Entrando.)
- Sí, acabo de llegar del colegio.
SEÑORA STOCKMANN. (Que entra con ella.)
- ¿No ha venido aún?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Pedro? No, aún no. Pero he estado hablando con Hovstad. No sabes cuánto le ha impresionado mi descubrimiento. Dice que va a tener un alcance mucho mayor del que yo había previsto al pronto. Y ha puesto su periódico a mi disposición, si fuere necesario.
SEÑORA STOCKMANN.
- Pero ¿tú crees que lo será?
DOCTOR STOCKMANN.
- No, mujer; aun así, siempre es una satisfacción saber que tengo de mi parte a la prensa liberal e independiente. Además, ha venido a verme el presidente de la Sociedad de Propietarios.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¡Ah! ¿sí? ¿Y qué quería?
DOCTOR STOCKMANN.
- Apoyarme también. Todos me ofrecen su apoyo para cuando lo necesite. ¿Sabes por quién estoy respaldado, Catalina?
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Respaldado? ¿Por quién? Di.
DOCTOR STOCKMANN.
- Nada menos que por la mayoría compacta de los ciudadanos.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Es posible? ¿Y crees que eso te conviene, Tomás?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Cómo no! (Se frota las manos, paseándose.) ¡Santo Dios! No sabes lo dichoso que me hace sentirme unido a mis conciudadanos en espíritu.
PETRA.
- ¡Y llevar a cabo tantas cosas buenas y útiles, papá!
DOCTOR STOCKMANN.
- Sobre todo cuando se trata de mi ciudad, de la ciudad donde he nacido. (Suena un timbre.)
SEÑORA STOCKMANN.
- Han llamado.
DOCTOR STOCKMANN.
- Debe de ser él… (Golpean la puerta.) ¡Adelante!
EL ALCALDE. (Entrando por la puerta del vestíbulo)
- Buenos días.
DOCTOR STOCKMANN.
- Bien venido, Pedro.
SEÑORA STOCKMANN.
- Buenos días, cuñado. ¿Cómo le va?
EL ALCALDE.
- ¡Oh! Así, así; gracias… (Al doctor.) Ayer recibí tu memoria sobre las condiciones del agua en el balneario.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿La has leído?
EL ALCALDE.
- Desde luego.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Y qué opinas?
EL ALCALDE. (Mirando en torno suyo.)
- ¡Ejem! …
SEÑORA STOCKMANN
- Ven Petra. (Pasan ambas a la habitación de la izquierda.) .
EL ALCALDE. (Después de un corto silencio.)
- ¿Era indispensable hacer todas esas investigaciones a espaldas mías?
DOCTOR STOCKMANN.
- Mientras no tuviera una seguridad absoluta…
EL ALCALDE.
- ¿La tienes ahora?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Hombre ahora ni tú mismo puedes dudarlo!
EL ALCALDE.
- ¿Abrigas la intención de someter de manera oficial el informe a la directiva del balneario?
DOCTOR STOCKMANN.
- Seguramente. Hay que hacer algo, y sin demora.
EL ALCALDE.
- En tu memoria empleas, como de costumbre, palabras demasiado fuertes. Dices, entre otras cosas, que envenenamos a los bañistas.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué menos podía decir? Piensa que hacemos tomar agua infectada a pobres enfermos que han depositado en nosotros su confianza y que, además, nos pagan cantidades fabulosas para que les devolvamos la salud.
EL ALCALDE.
- Y sacas la consecuencia de que tenemos que construir una cloaca para recoger todas las inmundicias pestilentes del Valle de los Molinos, y trasladar las tuberías del agua.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Conoces tú otro remedio? Yo no.
EL ALCALDE.
- Esta mañana he hecho una visita al ingeniero municipal, y medio en serio, medio en broma, planteé en la conversación el tema de las reconstrucciones, como si decidiéramos hacerlas mas adelante…
DOCTOR STOCKMANN. .
- ¿Qué dices? ¿Más adelante?
EL ALCALDE.
- Naturalmente se ha reído de mi ocurrencia. ¿Te has tomado la molestia de calcular lo que puede costar esa obra? Según los informes que he recibido, cientos de miles de coronas.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Tanto?
EL ALCALDE.
- Sí. Y lo peor es que tardarán un plazo mínimo de dos años en llevarse a cabo esas reconstrucciones.
DOCTOR STOCKMA NN.
- ¿Dos años? ¿Cómo es posible?
EL ALCALDE.
- Dos años por lo menos. Y mientras, ¿qué haríamos con el balneario? Habría que cerrarlo. No tendríamos más remedio. ¿Quién crees que iba a venir aquí sabiendo que el agua está contaminada?
DOCTOR STOCKMA NN.
- Esa es la verdad, Pedro.
EL ALCALDE.
- Y ello sin contar con que precisamente ahora empezaba a prosperar el establecimiento. Las ciudades vecinas asimismo tienen sus pretensiones de convertirse en balnearios. Como es de suponer, harían todo lo posible por atraerse el torrente de forasteros. Entonces nosotros nos veríamos obligados a renunciar totalmente a una empresa a la cual hemos sacrificado tantos esfuerzos, Y terminarías por arruinar tu ciudad natal.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Arruinar mi ciudad? ¿Yo?
EL ALCALDE.
- Los baños constituyen su único porvenir. Lo sabes igual que yo lo sé.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué quieres que hagamos, pues?
EL ALCALDE.
- Si he de serte sincero, no puedo creer que el asunto de las aguas sea tan grave como afirmas en tu memoria.
DOCTOR STOCKMANN.
- Más bien he atenuado su gravedad. En verano, con el calor, aumenta el peligro.
EL ALCALDE.
- Te repito que creo que exageras bastante. Un médico con aptitudes debe tomar sus medidas para evitar cualquier influencia nociva, y en casa de que ésta se presente, combatirla…
DOCTOR STOCKMANN.
- Bien. ¿Y qué?
EL ALCALDE.
- La disposición actual de las tuberías del balneario es un hecho consumado, y debe considerarse como tal. Pero, de todos modos, eso no es obstáculo para que la dirección tenga en cuenta tu informe y vea la posibilidad de mejorar esa situación sin sacrificios por encima de sus fuerzas.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Te imaginas que seré capaz de tolerar tamaña farsa?
EL ALCALDE.
- ¿Farsa?
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, una farsa, un fraude… algo peor: un crimen contra la sociedad…
EL ALCALDE.
- Francamente, insisto en que no puedo convencerme de que el peligro sea tan grave. .
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, Pedro; estás convencido, no cabe la menor duda. Mi memoria es concluyente; sé muy bien lo que afirmo. Y tú a tu vez lo entiendes muy bien, Pedro; pero no quieres confesarlo. Fuiste tú quien hizo construir el balneario y la conducción de agua donde están, y hoy te empeñas en no reconocer tu error: lo he comprendido en seguida.
EL ALCALDE.
- ¿Y si así fuese? A la postre no hago sino defender mi reputación por bien de la ciudad. Sin autoridad moral no podría dirigir los asuntos de un modo que, a mi entender, redunde en interés común. Por eso, y por otras razones, me importa mucho que no se entregue tu memoria a la dirección del balneario. El bienestar público lo requiere. Ya la presentaré yo más tarde para que la discutan con arreglo a su parecer, pero con la mayor reserva; el público no debe saber una sola palabra de la cuestión.
DOCTOR STOCKMANN.
- No podrás impedir que se sepa, Pedro.
EL ALCALDE.
- Es indispensable.
DOCTOR STOCKMANN.
- Te digo que será imposible; ya están enteradas muchas personas.
EL ALCALDE.
- ¡Cómo! ¿Quién está enterado? Quiero creer que no serán esos tipos de La Voz del Pueblo…
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, ésos inclusive. La prensa independiente y liberal se encargará de haceros cumplir vuestro deber.
EL ALCALDE. (Luego de una corta pausa.)
- ¡Has sido un imprudente, Tomás! ¿No se te ha ocurrido reflexionar en los perjuicios que esto puede acarrearte?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿A mí?
EL ALCALDE.
- A ti y a los tuyos.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué demonios estás diciendo? ¡Explícate!
EL ALCALDE.
- Contigo me he comportado siempre como un hermano complaciente y bueno. ¿No es exacto?
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, es exacto y te lo agradezco.
EL ALCALDE.
- No pido tanto. En parte, lo hacía por egoísmo, además. Tenía esperanzas de frenar un poco tu carácter, ayudándote a mejorar tu situación económica.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Ah! ¿Conque tú…?
EL ALCALDE.
- Ya. te he dicho que sólo en parte. Para un funcionario del Estado, no es, créeme, muy agradable tener parientes que se comprometan a cada momento.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Tú piensas que me comprometo?
EL ALCALDE.
- Sí, por desgracia. Lo haces sin darte cuenta. Tienes un carácter intranquilo, rebelde, belicoso, aparte de tu propensión fatal a escribir públicamente todo lo que se te pasa por la cabeza. Basta que se te ocurra una idea para que no puedas menos de componer un artículo, o un folleto entero, si a mano viene, sobre la cuestión.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Quizá no es obligación de todo ciudadano dar a conocer al pueblo las ideas nuevas?
EL ALCALDE.
- ¡Bah! El pueblo no necesita ideas nuevas. El pueblo está mejor servido con las ideas viejas y buenas que le son familiares ya.
DOCTOR, STOCKMANN.
- ¡Y osas decir eso!
EL ALCALDE.
- Sí, Tomás; ha llegado por fin el momento de hablarte claro. Como conozco tu irritabilidad, nunca me he atrevido a ser franco de lleno contigo; pero ahora tengo que decirte la verdad. No puedes figurarte cómo te perjudica tu genio impetuoso. Te quejas de las autoridades, te quejas del gobierno mismo; todo lo insultas, todo lo criticas, y encima te lamentas de que no se ha sabido apreciarte, de que se te ha perseguido… ¿Qué otra cosa esperabas que se hiciera con un hombre tan inquieto, tan insufrible como tú?
DOCTOR STOCKMANN.
- Pero, en resumidas cuentas, ¿resulta que soy un hombre insufrible?
EL ALCALDE.
- Sí, Tomás; eres un hombre difícil de aguantar. No se puede trabajar contigo. Yo mismo he tenido que tolerarte mucho. Te saltas todas las consideraciones y pareces olvidar del todo que me debes el nombramiento de médico del balneario.
DOCTOR STOCKMANN.
- Creo que era yo el indicado. ¡Yo y nadie más! Fui el primero que vio cómo podía convertirse la ciudad en una excelente estación balnearia. Fui el único que lo vio. Luché por mi idea durante muchos años y la defendí en los periódicos sin descanso…
EL ALCALDE.
- No lo niego; pero aún no había llegado la ocasión propicia. Desde lejos no podías juzgar bien la oportunidad. Cuando fue favorable el momento, mis amigos y yo asumimos la dirección del asunto.
DOCTOR STOCKMANN.
- Sí, y estropeasteis a más no poder mis proyectos, que eran magníficos. ¡Ahora se ve toda vuestra inteligencia!
EL ALCALDE.
- Y yo entiendo que lo que se ve son tus deseos de desahogar tu belicosidad. Por costumbre atacas a tus superiores. No puedes soportar ninguna autoridad sobre ti, miras con aversión a cualquiera que desempeñe un alto cargo, le miras como a un enemigo personal y le atacas sin reparar en las armas con que lo haces. Pero, puesto que te he señalado los intereses que peligran por tu causa, te exijo, Tomás, en nombre del bien público y del mío propio, una resolución inmediata; te la exijo enérgicamente.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué estás diciendo? ¿Qué resolución?
EL ALCALDE.
- Como has cometido la imprudencia de confiar a personas ajenas este asunto, que era un secreto exclusivo de la dirección, ya no es posible ocultarlo. Circularán toda clase de rumores que las malas lenguas de la población se encargarán de alimentar y abultar. Es indispensable que lo desmientas públicamente.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Yo? ¡Cómo! No te comprendo.
EL ALCALDE.
- Puedes hacer creer que, después de nuevos análisis, has llegado a la conclusión de que el caso no es tan crítico como de primera intención habías supuesto.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿ Sí? Por lo visto, esperas que yo…
EL ALCALDE.
- No sólo eso; quiero, además, que declares en público tu completa confianza en que la dirección tomará a conciencia todas las oportunas medidas radicales para que desaparezca hasta el último vestigio de peligro.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Muy bien! Pero no conseguiréis hacer desaparecer el peligro con engaños y paliativos. Créeme, Pedro; de eso estoy plenamente convencido.
EL ALCALDE.
- Como empleado del establecimiento, no tienes derecho a una opinión individual.
DOCTOR STOCKMANN. (Perplejo.)
- ¿Que no tengo derecho a …?
EL ALCALDE.
- Como empleado, digo. Como simple particular, sí, sin duda. Pero, como subordinado de la dirección del balneario, no puedes tener otra opinión que la de tus jefes.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Esto ya es demasiado! ¿Cómo puedes decir que un médico, un hombre de ciencia, no tiene derecho a …?
EL ALCALDE.
- La cuestión que se debate no es únicamente científica; es una cuestión técnica y económica a la vez.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Oh! ¡Llámala como quieras! Pues bien: yo te digo que soy libre en absoluto de tener opinión sobre todas las cosas del mundo.
EL ALCALDE.
- ¡Allá tú! Pero no sobre la dirección del balneario. Te lo prohibimos.
DOCTOR STOCKMANN. (En el colmo de la indignación.)
- ¿Que me lo prohibís?… ¡Vosotros!
EL ALCALDE.
- ¡Te lo prohibo yo, y basta! Soy tu superior, y cuando te prohibo una cosa, te toca obedecer.
DOCTOR STOCKMANN. (Dominándose: con esfuerzo.)
- ¡Pedro! Si no recordara que eres mi hermano…
PETRA. (Abre la puerta bruscamente.)
- ¡Papá, no puedes tolerar eso!
SEÑORA STOCKMANN. (Que viene tras ella.)
- ¡Petra!
EL ALCALDE.
- Al parecer, estaban acechándonos.
SEÑORA STOCKMANN.
- Se oye todo a través del tabique. No podíamos evitar que…
PETRA.
- Yo, sí; me he quedado, a escuchar.
EL ALCALDE.
- Bueno, en realidad más vale así.
DOCTOR STOCKMANN. (Acercándose a su hermano.)
- Me hablabas de prohibir y de obedecer.
EL ALCALDE.
- Me has forzado a adoptar ese tono.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Exiges que me desautorice a mí mismo?
EL ALCALDE.
- Lo estimo de todo punto imprescindible. Tienes que publicar esa declaración.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Y si me negase a ello?
EL ALCALDE.
- Nosotros nos encargaríamos de hacer otra declaración para tranquilizar al público.
DOCTOR STOCKMANN.
- Convenido. Escribiré contra vosotros. Sostendré mi opinión, demostraré que es la verdadera, y que estáis equivocados. ¿Qué haréis entonces?
EL ALCALDE.
- Entonces no podré evitar que decreten tu cesantía.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Cómo!
PETRA.
- ¡Te echarán, papá!
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Tu cesantía?
EL ALCALDE.
- Más aún: me veré obligado a reclamarla en seguida como médico del establecimiento, y a negarte todo derecho a intervenir en cualquiera de sus asuntos.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Lo. harías sin escrúpulos?
EL ALCALDE.
- Eres tú mismo quien te arriesgas.
PETRA. (A su tío.)
- Pero… ¡tú no puedes portarte de esa manera tan repugnante con un hombre como papá!
SEÑORA STOCKMANN.
- ¡Por Dios, Petra, cállate!
EL ALCALDE. (Observando a PETRA.)
- ¿De manera que también la niña empieza a manifestar opiniones subversivas? ¡Claro! Es naturalísimo. (A la SEÑORA STOCKMANN.) Cuñada, espero que, como la persona más razonable de esta casa, procurará usted influir sobre su marido para que comprenda que su actitud puede traer consecuencias muy perniciosas a su familia y…
SEÑORA STOCKMANN.
- Lo que pase a mi familia no importa a nadie más que a mí.
EL ALCALDE.
- Repito que a tu familia y a tu ciudad natal, por cuyos intereses velo.
DOCTOR STOCKMANN.
- No. El que se preocupa del bienestar de la ciudad soy yo. Revelaré todos vuestros errores, que tarde o temprano han de salir a la luz. ¡Por fin se verá bien quién es el que ama la ciudad!
EL ALCALDE.
- ¿Tú? De ser así, ¿por qué intentas con tanto ahínco, destruir su principal fuente de riqueza?
DOCTOR STOCKMANN.
- ¡Es una fuente emponzoñada ! Pero ¿te has vuelto loco? Traficamos con inmundicias y podredumbre. ¡Nuestra entera vida social, tan floreciente, se funda en una mentira!
EL ALCALDE.
- ¡Todo eso no son más que locuras! El hombre capaz de lanzar semejantes blasfemias contra su propio país es y será siempre un enemigo del pueblo.
DOCTOR STOCKMANN. (Va hacia él.)
- ¿Te atreves. a…?
SEÑORA STOCKMANN. (Interponiéndose.)
- ¡Tomás!
PETRA. (Coge de un brazo a su padre.)
- ¡Cálmate, papá!
EL ALCALDE.
- No quiero exponerme a violencias. Ya estás advertido. Recapacita lo que te debes a ti mismo y a los tuyos. Adiós. (Vase.)
DOCTOR STOCKMANN. (Según se pasea de un lado a otro.)
- ¡Y tener que tolerar todas esas insolencias! ¡En mi propia casa! Catalina, ¿qué te parece?
SEÑORA STOCKMANN.
- Lo que a ti: es una verdadera vergüenza, un escándalo…
PETRA.
- ¡Me siento con arrestos para jugarle cualquier mala pasada!
DOCTOR STOCKMANN.
- La culpa ha sido mía; debí haberme librado de todos ellos hace mucho tiempo. ¡Atreverse a llamarme enemigo del pueblo! ¡A mí! ¡Por la salvación de mi alma, esto no queda así!
SEÑORA STOCKMANN.
- Tomás, tu hermano tiene el poder.
DOCTOR STOCKMANN.
- Pero yo tengo la razón.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Y de qué te sirve la razón si no tienes el poder?
PETRA.
- Mamá, por ti misma, ¿cómo puedes hablar así?
DOCTOR STOCKMANN.
- Luego, en una sociedad libre, ¿es inútil tener la razón de parte de uno? ¿Acaso no están a mi lado la prensa independiente y liberal, la mayoría compacta? Ellas implican un poder.
SEÑORA STOCKMANN.
- ¡Dios mío! Pero, Tomás, confío en que no pretenderás…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Qué?
SEÑORA STOCKMANN.
- Ponerte en contra de tu hermano.
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Que quieres que haga, si no, para defender la justicia y la verdad?
PETRA.
- ¡Eso, mamá! ¿Qué quieres que haga?
SEÑORA STOCKMANN.
- No te serviría de nada. Cuando no se avienen, no se avienen.
DOCTOR STOCKMANN.
- Ya verás, ya verás, Catalina; tú espera, y ya verás lo que consigo.
SEÑORA STOCKMANN.
- Conseguirás que te dejen cesante; eso es lo que veré.
DOCTOR STOCKMANN.
- Si así sucede, al menos habré cumplido con mi deber para el pueblo, para la sociedad. ¡Mira que llamarme enemigo del pueblo!
SEÑORA STOCKMANN.
- ¿Y tu familia, Tomás? ¿Y nosotros? ¿Y tu casa? ¿Es tu deber ir contra los tuyos?
PETRA.
- Oye, mamá: no debemos pensar sólo en nosotros mismos.
SEÑORA STOCKMANN.
- Sí; a ti no te cuesta mucho decirlo. En último trance, puedes mantenerte tú misma. Pero ¿y los niños,
Tomás? Piensa en los niños, en ti, en mí…
DOCTOR STOCKMANN.
- ¿Has perdido el seso, Catalina? Si fuese tan miserable, tan cobarde como para arrojarme a los pies de Pedro y sus malditos amigos, ¿crees que volvería a gozar de un momento de felicidad en mi vida?
SEÑORA STOCKMANN.
- No lo sé; pero, por Dios, dime: ¿qué felicidad esperas que disfrutemos si continúas en esa posición de desafío? Te quedarás otra vez sin recursos, sin ingresos fijos. Por mi parte, creo que ya hemos pasado demasiadas escaseces. Piénsalo bien, Tomás; piensa en las consecuencias.
DOCTOR STOCKMANN. (Aprieta los puños y se los retuerce, presa de desesperación.)
- ¡Y esos empleaduchos pueden aplastar así a un hombre libre, a un hombre honrado! ¿No es una conducta miserable, Catalina?
SEÑORA STOCKMANN.
- Sí, por cierto; te han tratado miserablemente. ¡Santo Dios, hay tantas injusticias en este mundo! Fuerza es ceder, Tomás. Acuérdate de los niños. ¡Míralos! ¿Qué sería de ellos? No, no; no serías capaz…
(EJLIF y MORTEN han entrado con sus libros de colegio.)
DOCTOR STOCKMANN.
¡Los niños! (Recobrándose de repente.) Ni aunque se hundiera el mundo, doblarán mi cabeza bajo el yugo. (Se dirige a su despacho.)
SEÑORA STOCKMANN. (Siguiéndole.)
- Tomás, ¿qué vas a hacer?
DOCTOR STOCKMANN. (A la puerta.)
- Quiero conservar el derecho a mirar con la frente erguida a mis hijos cuando lleguen a ser hombres. (Entra en el despacho.)
SEÑORA STOCKMANN. (Rompe a llorar.)
- ¡Dios mío, Dios mío, apiádate de nosotros!
PETRA.
- ¡Papá es un hombre! ¡No cederá!
(Los niños, asombrados, preguntan qué pasa. PETRA les hace señas para que se callen.)
FIN DEL ACTO SEGUNDO
Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires
19-04-2024