ACTO TERCERO

Redacción de La Voz del Pueblo. En el foro, a la izquierda, la puerta de entrada. Al otro lado, puerta de cristales, a través de cuya vidriera se ve la imprenta. En el lateral derecho, otra puerta. En medio de la estancia, mesa grande, llena de papeles, periódicos y libros. En el lateral izquierdo, una ventana, y un pupitre alto. Un par de butacas junto a la mesa grande. Sillas dispersas alrededor. La redacción es sombría y desapacible; los muebles, viejos, y las butacas, descoloridas y gastadas. Se trabaja en la imprenta y funcionan las máquinas.

 

El director HOVSTAD escribe, sentado a su pupitre. Acto seguido, aparece BILLING por la derecha, con el manuscrito del doctor en la mano.

 

 

BILLING.

- El caso es que…

 

HOVSTAD. (Conforme escribe.)

- ¿Lo ha leído usted?

 

BILLING. (Deja el manuscrito sobre la mesa.)

- De cabo a rabo.

 

HOVSTAD.

- Se muestra mordaz el doctor, ¿eh?

 

BILLING.

- ¿Mordaz? Cruel, querrá usted decir. Los aplasta. Cada palabra equivale a. un mazazo implacable.

 

HOVSTAD.

- Sí; pero esa gente no cae a los primeros golpes.

 

BILLING.

- Así es. Sin embargo., seguiremos dando golpe tras golpe, hasta que se derrumbe para siempre el poder de esos burgueses presuntuosos. Cuando leí la memoria, me pareció que sentía venir la revolución popular.

 

HOVSTAD. (Volviéndose.)

- ¡Chist! No digas esas cosas en presencia de Aslaksen, porque…

 

BILLING. (Que apaga la voz.)

- Aslaksen es un timorato, un cobarde. No tiene ni pizca de virilidad. Pero supongo que esta vez llevará usted hasta el fin su deseo, ¿no? Creo que se publicará el artículo del doctor.

 

HOVSTAD.

- De no ser que ceda el alcalde.

 

BILLING.

- ¡Diablo! Eso sí que sería una lástima.

 

HOVSTAD.

- Por fortuna, de todos modos, podemos aprovecharnos de la situación. Si el alcalde no cede, se le echarán encima los ciudadanos modestos, la Sociedad de Propietarios, etcétera. Y si cede, se pondrá a mal con un considerable  número de grandes accionistas del balneario, quienes hasta ahora han constituido su principal apoyo…

 

BILLING.

- Sí, sí, claro. Seguramente, tendrán que desembolsar bastante dinero.

 

HOVSTAD.

- No le quepa la menor duda. Y entonces se disolverá la Sociedad, ¿comprende? El periódico evidenciará la  ineptitud del alcalde y de los suyos, y sacará la consecuencia de que deben entregarse a los liberales todos los puestos importantes de la entidad y del Ayuntamiento.

 

BILLING.

- Esto es el principio de una revolución! ¡Salta a los ojos! (Llaman a la puerta.)

 

HOVSTAD.

- ¡Chist!  (En voz alta.) ¡Adelante! (El DOCTOR STOCKMANN entra por la puerta del foro a la izquierda. HOVS-TAD va a su encuentro.) ¡Ah! aquí tenemos al doctor. ¿Qué hay?

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Puede usted publicarlo, señor Hovstad.

 

HOVSTAD.

- ¿Ha sido ése el resultado definitivo?

 

BILLING.

- ¡Hurra !

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Repito que puede usted imprimirlo. Sí, ése ha sido el resultado definitivo. Ellos lo han querido. ¡Esto es la guerra, señor Billing!

 

BILLING.

- ¡Una guerra sin cuartel, señor doctor! ¡Pluma en ristre!

 

DOCTOR STOCKMANN.

- La memoria no es más que un comienzo. Tengo la cabeza llena de ideas para cuatro o cinco artículos. ¿Por dónde anda Aslaksen?

 

BILLING. (Llama hacia la imprenta.)

- ¡Aslaksen! Venga usted un momento.

 

HOVSTAD.

- ¿Cuatro o cinco artículos sobre el mismo asunto?

 

DOCTOR STOCKMANN.

- No; todo lo contrario, querido Hovstad: sobre cuestiones muy distintas. Pero, en el fondo, todos relacionados con la toma de aguas y la cloaca. Cada cosa trae otra consigo, ¿comprende usted?, como los muros de una ruina caen  unos tras otros al menor embate.

 

BILLING,

- ¡Eso es! Nunca se siente uno satisfecho hasta haber demolido por completo la ruina.

 

ASLAKSEN. (Desde la imprenta.)

- ¿Demoler? No pensará el doctor demoler el balneario, ¿verdad’?

 

HOVSTAD.

- Pierda usted cuidado.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- No; se trata de otra cosa. Veamos, ¿qué opina usted de mi artículo, señor Hovstad?

 

HOVSTAD.

- ¡Una obra maestra!

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¿De veras? Me alegro.

 

HOVSTAD.

- Es muy preciso. No hace falta ser un profesional para comprenderlo. Me atrevo a afirmar que tendrá usted de su lado a todos los intelectuales.

 

ASLAKSEN.

- Y presumo que a todos los ciudadanos moderados y razonables.

 

BILLING.

- Razonables e irrazonables, todos estarán con usted.

 

ASLAKSEN.

- Entonces, ¿habrá que arriesgarse?

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¡Claro   que sí!

 

HOVSTAD.

- Se publicará mañana por la mañana.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¡Sí, diantre! No podemos perder un solo día…. Oiga, señor Aslaksen; quería pedirle que se ocupara personalmente del manuscrito.

 

ASLAKSEN.

- Cuente con ello. Lo haré.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Cuídemelo como oro en paño. ¡Que no haya ni una errata! Cada palabra ofrece su valor. Volveré luego a  corregirlo… ¡No sabe usted las ganas que tengo de ver impreso ese artículo! ¡Lanzado de una vez!

 

ASLAKSEN.

- ¡Lanzado! He aquí la palabra: lanzado, como una bomba.

 

DOCTOR STOCKMANN. .

- Y sometido a la sentencia de todos los ciudadanos cultos. ¡Si usted supiera a lo que me he expuesto! Me han amenazado, no han respetado mis derechos más íntimos…

 

BILLING.

- ¿Qué dice usted?

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Han hecho todo lo posible por rebajarme, por convertirme en un miserable. Hasta me han acusado de poner mi lucro personal por encima de mis convicciones más sagradas.

 

BILLING.

- ¡Cielos! ¡Eso es  una infamia!

 

HOVSTAD.

- Esa gente se denota capaz de todo.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Pero conmigo no podrán. Ya lo comprenderán de sobra en cuanto lean mi artículo. De ahora en lo sucesivo me instalaré aquí, en La Voz del Pueblo, y desde esta trinchera les dispararé mis descargas fulminantes…

 

ASLAKSEN.

- Pero oiga usted…

 

BILLING.

- ¡Hurra! ¡Habrá guerra, habrá guerra!

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Los derribaré a todos. Los aplastaré, arrasaré sus fortalezas ante los ojos de la gente honrada…

 

ASLAKSEN.

- Pero con moderación, señor doctor, con moderación…

 

BILLING.

- ¡No, no! ¡No escatime usted la pólvora!

 

DOCTOR STOCKMANN. (Continúa sin poder contenerse.)

- Ya no sólo está en juego el asunto de las aguas, ¿comprende usted? Es menester purificar la sociedad entera.

BILLING.

- ¡Ha pronunciado la palabra liberadora!

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Hay que eliminar a todos los viejos de ideas anticuadas, sin excepción de ninguna clase. El futuro presenta una perspectiva sin límites. No sabría definirlo bien; pero lo veo, lo veo… Se impone buscar hombres jóvenes y sanos que enarbolen nuestras banderas; se requieren nuevos jefes en todos los puestos avanzados.

 

BILLING.

- ¡Muy bien! Escuche…

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¡Si no nos separamos, irá todo como una seda! Pondremos en marcha la revolución igual que se bota una barca

al mar. ¿De acuerdo?

 

HOVSTAD.

- Entiendo que conseguiremos traer el mando de la ciudad a buenas manos.

 

ASLAKSEN.

- Y si obramos con moderación no correremos el menor peligro.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Con o sin peligro, ¡qué más da! Hablo en nombre de la razón, en nombre de la conciencia.

 

HOVSTAD.

- Merece usted que se le apoye.

 

ASLAKSEN.

- Está fuera de toda duda que el doctor es el mejor amigo de la ciudad, de la sociedad.

 

BILLING.

- El doctor Stockmann es un verdadero amigo del pueblo, Aslaksen.

 

ASLAKSEN.

- Espero que la Sociedad de Propietarios le dará pronto ese título.

 

DOCTOR STOCKMANN. (Sinceramente emocionado, les estrecha la mano.)

- ¡Gracias, gracias! Son ustedes unos buenos amigos. Me siento feliz, en realidad, escuchándoles. Mi hermano ha tenido la osadía de llamarme de otra manera. Pero lo pagará. ¡Ea! me voy. He de visitar a un enfermo pobre.  Volveré, como ya he dicho. Ponga usted mucho tiento con mi artículo, Aslaksen, y no quite ni una tilde por nada del mundo. Hasta luego. Adiós.

 

(Le acompañan a la puerta.)

 

HOVSTAD.

- Este hombre puede convenirnos mucho.

 

ASLAKSEN.

- Mientras ataque al establecimiento con moderación, sí. Pero hay que andarse con tino para no seguirle si pretende ir más lejos.

 

HOVSTAD.

- ¡Hombre! Según y cómo…

 

BILLING.

- Lo que usted tiene es miedo, Aslaksen.

 

ASLAKSEN.

- ¿Miedo? Sí, lo reconozco. Tratándose de autoridades locales, sí. La experiencia me ha enseñado muchas cosas. Si estuviera metido en la gran política, en contra del mismo gobierno, ya verían ustedes cómo no retrocedería.

 

BILLING.

- No lo creo. Usted se contradice a sí mismo.

 

ASLAKSEN.

- Yo, ante todo, soy moderado. Atacando al gobierno, no se perjudica a nadie. Sigue y se ríe de todos los ataques. Pero, en cambio, las autoridades locales pueden ser destituídas, y los agitadores, encargados de sustituirlas. Y eso tal vez se tradujera en un daño irreparable para los propietarios y para los que no lo son.

 

HOVSTAD.

- La mejor educación de cada ciudadano es que aprendan a conducir la nave del Estado.

 

ASLAKSEN.

- Cuando se posee algún bien, señor Hovstad, importa guardarlo y no mezclarse en las cuestiones públicas.

 

HOVSTAD.

- Pues me place. Yo no tengo nada que guardar.

 

BILLING.

- ¡Eso!

 

ASLAKSEN. (Sonriente.)

- El actual jefe del Municipio ha sido su antecesor; me acuerdo muy bien de haberle oído idénticos alardes, sentado en esa butaca de cuero.

 

BILLING. (Desdeñoso.)

- No me hable usted de ese miserable.

 

HOVSTAD.

- Jamás seré veleta que gire al soplo de cualquier viento.

 

ASLAKSEN.

- Eso no puede asegurarlo un político, Hovstad. Y usted, Billing, haga todo lo posible por contenerse; nadie ignora que desea ser secretario del Ayuntamiento.

 

HOVSTAD.

- ¿Es posible?

 

BILLING.

- Sí, es cierto; pero ya comprenderán que lo hago para burlarme de esos burgueses intransigentes.

 

ASLAKSEN.

- ¡Da lo mismo! Yo, a pesar de haber sido motejado de cobardía y de inconsecuencia en mi actitud, puedo decir bien alto: “El pasado político del impresor Aslaksen está de par en par abierto a los ojos de todo el mundo.” Mis ideas no cambian; sólo que me he vuelto moderado. Estoy de corazón con el pueblo; pero no puedo negar el derecho a estar de parte de nuestras autoridades. (Vuelve a la imprenta.)

 

BILLING.

- ¿Por qué no nos deshacemos de ese hombre, Hovstad?

 

HOVSTAD.

- ¿Sabe usted de otro dispuesto a adelantarnos el papel y los gastos de imprenta?

 

BILLING.

- Es una lamentable incomodidad que no dispongamos del capital necesario.

 

HOVSTAD. (Se sienta al escritorio.)

- ¡Ah! Por supuesto, si lo encontráramos…

 

BILLING.

- ¿ Y por qué no se dirige usted al doctor Stockmann?

 

HOVSTAD. (Hojeando, los papeles.)

- Tampoco dispone de nada.

 

BILLING.

- Pero hay a espaldas suyas un hombre útil: el viejo Morten Kul, el Hurón, como suelen. llamarle.

 

HOVSTAD.

- ¿Está usted seguro de que tiene dinero?

 

BILLING.

- Que me cuelguen si no lo tiene. Una gran parte de su fortuna corresponderá a la familia de Stockmann. Por lo menos, habrá de pensar en la dote de su hija.

 

HOVSTAD. (Da media vuelta.)

- ¿Y usted cuenta con ese dinero?

 

BILLING.

- ¿Contar? Yo no cuento con nada.

 

HOVSTAD.

- Y hace bien. Además, le advierto que tampoco debe contar con el puesto de secretario del Ayuntamiento, créame.

 

BILLING.

- Lo sé, lo sé, y casi me alegro. Esa injusticia es la que me mueve a luchar. Ha llenado mi alma de amargura y de irritación. Aquí, donde hay tan pocas cosas que le animen a uno, es indispensable ese estimulante.

 

HOVSTAD. (Torna a escribir.)

- En efecto.

 

BILLING.

- Entre tanto, prepararé un aviso a la Sociedad de Propietarios. (Vase por la puerta de la derecha.)

 

HOVSTAD.

- Cómo se le ve venir!

 

(Llaman a la puerta.)

 

PETRA. (Aparece por la izquierda del foro.)

- Perdón, señor Hovstad.

 

HOVSTAD. (Brindándole una silla.)

- Siéntese.

 

PETRA.

- Gracias. En seguida me voy.

 

HOVSTAD.

- ¿Trae usted algún recado de su padre?

 

PETRA.

- No, no; vengo por mi cuenta. (Saca del bolsillo de su abrigo un manuscrito.) Aquí tiene la novelita inglesa. Se la devuelvo.

 

HOVSTAD.

- ¿Por qué?

 

PETRA.

- Ya no me agrada traducirla.

 

HOVSTAD.

- Pero si me había prometido usted…

 

PETRA.

- En verdad, no la he leído, y usted tampoco, estoy segura.

 

HOVSTAD.

- No, por de contado; harto le consta a usted que no sé inglés.

 

PETRA.

- Pues bien: a ver si me encuentra usted otra; sinceramente, me parece que ésta no le va a La Voz del Pueblo.

 

HOVSTAD.

- ¿Por qué dice usted eso?

 

PETRA.,

- Contraría las ideas de ustedes.

 

HOVSTAD.

- ¿Y qué más da?

 

PETRA.

- No quiere usted percatarse. Esa novela intenta demostrar que hay un poder sobrenatural que favorece a los que llama buenos y los recompensa, y que indefectiblemente castiga a los que llama malos.

 

HOVSTAD.

- Pero ¡si ésa es una tesis encantadora! Por añadidura, está muy dentro de los gustos del pueblo.

 

PETRA.

-  Entonces, ¿no tiene ningún reparo en ofrendar esa obra a sus lectores? Adivino, con todo, que usted no lo cree así y sabe muy bien que en la vida real no ocurren las cosas de ese modo.

 

HOVSTAD.

- Exacto. Pero un director de periódico no puede hacer siempre lo que se le antoje. Cuando se trata de cuestiones tan poco trascendentales, hay que inclinarse ante la opinión del público. Por el contrario, la política —y ésa sí que es la cuestión más trascendental del mundo, al menos para un periódico— debe llevarse con habilidad, halagando al  público para conseguir que acepte las ideas liberales y progresistas. En cuanto los lectores se encuentren en el diario con una historia moral como ésa, se tranquilizarán y acabarán aceptando las ideas políticas que publicamos junto a ella.

 

PETRA.

- ¿Es usted capaz de emplear tamaños trucos para captarse a sus lectores? En tal caso, semejaría una araña que está al acecho de su presa y la atrae con ardides.

 

HOVSTAD. (Sonriendo.)

- ¡Vaya! Le agradezco el concepto que tiene usted de mí, aunque, en suma, esa teoría no es la mía, sino de Billing.

 

PETRA.

- ¿ De Billing?

 

HOVSTAD,

- Hace un rato me decía algo análogo: él quiere que se publique esa novelita, la cual, en resumidas cuentas, no conozco.

 

PETRA.

- ¿Acaso no es Billing liberal?

 

HOVSTAD.

- ¡Oh! Billing es oportunista. Está deseando que le den un cargo en la secretaría del Ayuntamiento.

 

PETRA.

- Eso, no parece posible, señor Hovstad. ¿Cómo sería capaz de ceder a las exigencias del cargo?

 

HOVSTAD.

- Pregúnteselo a él.

 

PETRA.

- Con franqueza, nunca lo habría creído.

 

HOVSTAD. (Observándola fijamente.)

- ¿En serio, no lo esperaba usted?

 

PETRA.

- No, sé…  sí… quizá; pero a duras penas, en   fin.

 

HOVSTAD.

- Señorita, créame; los periodistas no valemos nada.

 

PETRA.

- ¿Cómo puede usted pensar eso?

 

HOVSTAD.

- No lo pienso sino algunas veces.

 

PETRA.

- En las cuestiones sin importancia concedo que pueda cambiarse de opinión fácilmente; pero en un asunto tan grave como el que tienen ustedes entre manos…

 

HOVSTAD,

- ¿ Habla del de su padre?

 

PETRA.

- Sí. ¿Es que no se eleva usted sobre el nivel de los demás respecto a ese conflicto ?

 

HOVSTAD,

- Por supuesto; hoy, sí.

 

PETRA.

- La misión que ha elegido usted es grandiosa: la de abrir la puerta a la verdad y al progreso, defendiendo sin temor al genio incomprendido y humillado.

 

HOVSTAD.

- Máxime, cuando ese genio es un… un… ¿cómo diría yo?

 

PETRA.

- Cuando ese hombre es honrado y leal, ¿no quiere usted decir eso?

 

HOVSTAD. (Bajando la voz.)

- Más bien quiero decir… cuando ese hombre… es su padre…

 

PETRA. (Asombrada.)

- ¡Cómo!

 

HOVSTAD,

- Sí. Petra… señorita Petra… cuando…

 

PETRA.

- ¿Conque no lo hace usted por defender la verdad, por admiración a la honradez de mi padre, por la causa en pro de la cual lucha?

 

HOVSTAD.

- Sí, sin duda; eso influye asimismo…

 

PETRA.

- ¡Basta, Hovstad! Ha hablado de más. He perdido toda la fe que en usted tenía.

 

HOVSTAD.

- Pero ¡si lo hice… por usted! ¿Se ha enfadado conmigo?

 

PETRA.

- ¿Por qué no ha sido sincero con mi padre? Le ha inducido a creer que sólo le impelía su amor a la verdad y al provecho público. Y eso es mentira. Nunca se lo podré perdonar.

 

HOVSTAD.

- ¡Por Dios, señorita! No me dirija usted esas palabras tan duras. Sobre todo ahora que…

 

PETRA.

- ¿Por qué ahora?

 

HOVSTAD.

- Porque ahora me necesita su padre.

 

PETRA. (Retándole can la mirada.)

- ¿Será capaz de eso, además? ¡Se porta usted como un bellaco!

 

HOVSTAD.

- Le suplico que olvide lo que acabo de decirle, Petra.

 

PETRA.

- No me diga nada. Sé muy bien lo que tengo que hacer. Adiós.

 

(Reaparece ASLAKSEN con aire misterioso.)

 

ASLAKSEN.

- Señor Hovstad, al fin y al cabo, no sale esto tan a pedir de boca…

 

PETRA.

- Aquí tiene su novelita. Encargue la traducción a otra persona, si quiere. (Se aproxima a la puerta.)

 

HOVSTAD. (Tras ella.)

- Señorita…

 

PETRA.

- Adiós. (Vase.)

 

ASLAKSEN.

- Señor Hovstad, ¿me permite un momento?

 

HOVSTAD.

- Diga.

 

ASLAKSEN.

- El señor alcalde está ahí, en la imprenta.

 

HOVSTAD.

- ¿El alcalde?

ASLAKSEN.

- Sí; dice que desea hablar con usted reservadamente. Ha entrado por la puerta trasera, ¿sabe? Para que no le viesen.

 

HOVSTAD,

- ¿Qué querrá? Bien; que pase. O mejor, aguarde; iré yo mismo… (Se encamina a la imprenta, abre la puerta, saluda y hace pasar al ALCALDE.) Aslaksen, usted se encargará de que no nos estorbe nadie, ¿comprende?

 

ASLAKSEN.

- Comprendido. (Se reintegra a la imprenta.)

 

EL ALCALDE.

- ¿No esperaba usted verme aquí, señor Hovstad?

 

HOVSTAD.

- No, por cierto.

 

EL ALCALDE. (Mira recelosamente en torno suyo.)

- Está usted bien instalado. Un despacho muy discreto…

 

HOVSTAD.

-¿Discreto? ¡Bah!

 

EL ALCALDE.

- Usted me disculpará que no le haya prevenido de mi visita; acaso le haga perder el tiempo.

 

HOVSTAD.

- Estoy a su completa disposición, señor alcalde. Con su permiso. (Le toma la gorra y el bastón, y los coloca sobre una silla.) Siéntese, por favor.

 

EL ALCALDE.

- Gracias. (Se sienta ante la mesa. HOVSTAD lo hace a su vez.) Acabo de llevarme un gran disgusto, señor Hovstad.

 

HOVSTAD.

- Me lo figuro. ¡Tiene usted tantas cosas de qué preocuparse, señor alcalde!…

 

EL ALCALDE.

- En particular, quien me causa más preocupaciones es el médico del balneario.

 

HOVSTAD.

- ¿El señor doctor?

 

EL ALCALDE.

- Sí; ha enviado a la dirección una memoria donde pretende que el balneario está mal construido.

 

HOVSTAD.

- ¡Ah! ¿Dice eso el doctor?

 

EL ALCALDE.

- ¿No lo sabía usted? Pues recuerdo que él me contó…

 

HOVSTAD.

- Sí, tiene usted razón; pero sólo me insinuó unas palabras.

 

ASLAKSEN. (A voces, desde la imprenta.)

- ¿Está por ahí ese manuscrito?

 

HOVSTAD. (Sin poder disimular, su contrariedad.)

- Sí, aquí está, en el escritorio.

 

ASLAKSEN. (Viene, a recogerlo.)

- ¡Ah! ya lo veo.

 

EL ALCALDE.

- ¿Es la memoria?

 

ASLAKSEN.

- Es un artículo del doctor, señor alcalde.

 

HOVSTAD.

- ¿Se refería usted a ese artículo?

 

EL ALCALDE.

- Sí. ¿Qué opina usted de él?

 

HOVSTAD.

- No sé bien de qué trata. Como que no he hecho más que hojearlo.

 

EL ALCALDE.

- Y a pesar de eso, ¿lo publica?

 

HOVSTAD.

- No puedo negarle nada al doctor, y mucho menos acerca de un artículo firmado.

 

ASLAKSEN.

- Le advierto, señor alcalde, que yo no tengo nada que ver con los asuntos de la redacción; ya lo sabe usted.

 

EL ALCALDE.

- Lo sé.

 

ASLAKSEN.

- No hago más que imprimir lo que me dan.

 

EL ALCALDE.

- Claro; es su obligación.

 

ASLAKSEN.

- ¡Ni más ni menos!… (Va hacia la imprenta.)

 

EL ALCALDE.

- Un momento, señor Aslaksen; con su permiso, señor Hovstad…

 

HOVSTAD.

- ¡No faltaba más, señor alcalde! Está usted en su casa.

 

EL ALCALDE.

- Usted, que es un hombre serio y razonable, señor Aslaksen…

 

ASLAKSEN.

- Le agradezco mucho esa apreciación.

 

EL ALCALDE.

- Usted, que tiene tanta influencia…

 

ASLAKSEN.

- Entre la clase media nada más.

 

EL ALCALDE.

- La clase media es la más numerosa aquí y en todas partes.

 

ASLAKSEN.

- Evidentemente.

 

EL ALCALDE.

- ¿Podría exponerme la opinión de la clase media? Usted debe de conocerla.

 

ASLAKSEN.

- Creo que sí, señor alcalde.

 

EL ALCALDE.

-  Bueno; puesto que los ciudadanos menos ricos acceden a sacrificarse, yo…

 

ASLAKSEN.

- ¡Cómo! ¿A qué se refiere?

 

HOVSTAD.

- ¿ Se sacrifican?

 

EL ALCALDE.

-  Es una loable prueba de solidaridad que no esperaba. Por lo demás, usted conoce mejor que yo la manera de pensar de esa gente.

 

ASLAKSEN.

- Pero, señor alcalde…

 

EL ALCALDE.

- ¡Ah ! La ciudad  necesitará hacer grandes sacrificios…

 

HOVSTAD.

- ¿Qué la ciudad…?

 

ASLAKSEN.

- No comprendo. El. balneario, querrá usted decir…

 

EL ALCALDE.

- Según un cálculo provisional, parece ser que el costo de las reformas preconizadas por el doctor del balneario ascenderá a doscientas mil coronas.

 

ASLAKSEN.

- Es demasiado.

 

EL ALCALDE.

- No va a haber más remedio que hacer un empréstito comunal.

 

HOVSTAD. (Poniéndose de pie.)

- Realmente, no estimo que deba ser la ciudad…

 

ASLAKSEN.

- ¿Qué? ¿Obligar a pagar al pueblo? ¿Con el dinero de.los comerciantes modestos?

 

EL ALCALDE.

- ¿Qué otra cosa podemos hacer, señor Aslaksen? ¿De dónde vamos a sacar el dinero, si no?

 

ASLAKSEN.

- Yo, por mí, juzgo que eso es cuestión del consejo del balneario.

 

EL ALCALDE.

- Los accionistas no pueden con nuevos quebrantos. Si se resuelve llevar a cabo el plan de reformas tan considerable que ha propuesto el doctor, habrá de pagarlo la ciudad.

 

ASLAKSEN.

- ¡Eh! ¡Poco a poco, señor Hovstad! Creo que el asunto toma un giro muy diferente.

 

HOVSTAD.

- Sí, muy diferente.

 

EL ALCALDE.

- Lo peor de todo es que no habrá más remedio que clausurar  el balneario durante dos años, por lo menos.

 

HOVSTAD.

- ¿Cerrarlo, quiere usted decir?

 

ASLAKSEN.

- ¿Durante dos años?

 

EL ALCALDE.

- Sí; ése es el tiempo que durará la reparación.

 

ASLAKSEN.

- Pero, señor alcalde, ¡esto ya pasa de la raya! ¿De qué viviremos, entonces, nosotros los propietarios, en todo ese tiempo?

 

EL ALCALDE

- ¡Oh! Eso no puedo decirlo, señor Aslaksen. ¡Qué le vamos a hacer! ¿Cree usted que tendremos un solo bañista si  se hace circular la especie de que el agua es nociva, de que la ciudad está infectada?…

 

ASLAKSEN.

- ¿No habrá sido todo eso una fantasía del doctor?…

 

EL ALCALDE.

- Así lo creo yo.

 

ASLAKSEN.

- En ese caso, el doctor ha cometido una falta imperdonable.

 

EL ALCALDE.

- Por desgracia, tiene usted razón, señor Aslaksen. Mi hermana ha sido siempre muy irreflexivo.

 

ASLAKSEN.

- ¡Y usted se proponía defenderle, señor Hovstad !

 

HOVSTAD.

- ¡Quién iba a suponer…!

 

EL ALCALDE.

- He preparado una explicación en que aclaro el asunto, mirándolo desde un punto de vista imparcial, que es como debe enfocarse. Digo también que, en proporción con los recursos del establecimiento, se pueden corregir de una manera más paulatina los defectos señalados.

 

HOVSTAD.

- ¿Trae usted esa exposición, señor alcalde?

 

EL ALCALDE. (Buscando en su bolsillo.)

- S,í la he traído, por casualidad…

 

ASLAKSEN. (Con precipitación, asustado.)

- ¡Que viene el doctor!

 

EL ALCALDE,

- ¡Mi hermano! ¿Dónde está?

 

ASLAKSEN.

- En la imprenta.

 

EL ALCALDE.

- Verdaderamente, habría sido preferible no encontrarme con él. Aún tenía que hablar a usted de muchas cosas…

 

HOVSTAD. (Indicando la puerta de la derecha.)

- Puede usted pasar ahí y esperar un poco.

 

EL ALCALDE.

- Pero…

 

HOVSTAD.

- No hay nadie más que Billing.

 

ASLAKSEN.

- ¡De prisa, señor alcalde! ¡Ya está aquí!

 

EL ALCALDE.

- Bien bien. A ver si consiguen que se marche pronto, ¿eh? (Desaparece por la derecha.)

 

(ASLAKSEN cierra la puerta aceleradamente tras él.)

 

HOVSTAD.

- Aslaksen, haga usted como si trabajara; hay que disimular. (Se pone a escribir.)

 

(ASLAKSEN hojea los papeles.)

 

DOCTOR STOCKMANN. (Que entra en la imprenta.)

- Ya estoy de vuelta. (Deja el sombrero y el bastón.)

 

HOVSTAD. (Según escribe.)

- ¡Ah! ¿es usted, doctor? (A ASLAKSEN.) Dese prisa, termine pronto su trabajo; no hay tiempo que perder.

 

DOCTOR STOCKMANN. (A ASLAKSEN.)

- Me han dicho que todavía no estaban las pruebas.

 

ASLAKSEN. (Sin cesar de afanarse.)

- Sí, sí, señor doctor; efectivamente, aún no…

 

DOCTOR STOCKMANN

- Es igual… Pero hágase cargo de mi impaciencia. No tendré tranquilidad hasta que haya visto el artículo impreso.

 

HOVSTAD.

- Sospecho que no va a ser posible imprimirlo tan pronto. ¿Verdad, señor Aslaksen?

 

ASLAKSEN.

- Yo temo que no.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Bueno, amigos míos. Volveré otra vez, dos, tres veces si es necesario. Cuando media el interés público, no puede uno permitirse el lujo de descansar. Además voy a decirles otra cosa.

 

HOVSTAD.

- Usted sabrá disculparme, señor doctor;  pero ¿no le parece preferible que nos veamos después?

 

DOCTOR STOCKMANN.

- No son más que dos palabras. En cuanto salga mi artículo en el periódico, todo el mundo conocerá que he estado laborando durante el invierno por el bien común…

 

HOVSTAD.

- Señor doctor…

 

DOCTOR STOCKMANN.

- No he hecho más que cumplir con mi deber de ciudadano, y usted, como yo, lo encuentra natural. Pero mis buenos paisanos, que tanto me quieren…

 

ASLAKSEN.

- Crea, señor doctor, que hasta ahora todos le han tenido en gran aprecio.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Me alarma que, cuando las jóvenes lo lean, deduzcan que intento poner en sus manos la dirección de la sociedad… Y hasta son capaces de organizar una manifestación. Desde este mismo momento les digo que me opongo  rotundamente. Nada de manifestaciones, ni banquetes, ni estandartes, ni suscripciones. Prométanme ustedes que harán todo lo posible por impedirlo. Usted lo mismo señor Aslaksen. ¿Me dan su palabra de que lo harán así?

 

HOVSTAD.

- Un momento, señor doctor. Será mejor que sepa usted la verdad cuanto antes.

 

(Por la puerta de la izquierda del foro aparece CATALINA, puesto el abrigo y tocada con un sombrero.)

 

SEÑORA STOCKMANN. (Notando la presencia del doctor.)

- Estaba segura de que te encontraría aquí.

 

HOVSTAD. (Levantándose.)

- ¡Ah! ¿es usted, señora?

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¿A qué has venido Catalina?

 

SEÑORA STOCKMANN.

- Ya puedes figurártelo.

 

HOVSTAD.

- ¿Quiere usted sentarse?

 

SEÑORA STOCKMANN.

- Gracias. Les ruego que me excusen por venir aquí en busca de mi marido. Pero soy madre de tres hijos, y…

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Ya lo sabemos.

 

SEÑORA STOCKMANN.

- A pesar de todo, has sido capaz de olvidarte de ellos y de mí. Vas a labrar nuestra desdicha.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¿Qué locura es esa Catalina? Pero ¿quizá, por tener mujer e hijos, ya no tengo derecho a decir la verdad, derecho a ser útil a la ciudad donde nací y vivo?

 

SEÑORA STOCKMANN.

- En otro momento, Tomás…

 

ASLAKSEN.

- Sí, con moderación y templanza…

 

SEÑORA STOCKMANN.

- Señor Hovstad, nos está haciendo usted un grave perjuicio con eso de atraer a mi marido a las luchas políticas,  alejándole de la familia.

 

HOVSTAD.

- Señora, yo no atraigo a nadie, créame.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¿Tú crees que yo me dejo arrastrar, Catalina?

 

SEÑORA STOCKMANN.

- Eres el más inteligente de la ciudad, aunque a la par el más fácil de engañar. (A HOVSTAD.) ¿Ignora usted que perderá su plaza de doctor del balneario si se publica el artículo?

 

ASLAKSEN.

- ¡Cómo! ¿Es posible? Piénselo bien, señor doctor, entonces…

 

DOCTOR STOCKMANN. (Riéndose.)

- ¡Bah! No se atreverán. Tengo de mi parte mayoría compacta.

 

SEÑORA STOCKMANN.

- Es una desventura deplorable.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¡Catalina, por lo que más quieras, haz el favor de regresar a casa y de pensar en tus cosas en vez de mezclarte en este asunto! ¿Cómo puedes estar tan triste, cuando yo estoy tan alegre? (Se frota las manos  y pasea de un extremo a otro de la estancia.) La verdad saldrá adelante, y créeme, el pueblo vencerá. ¡Me imagino ver a todos los liberales  reunidos en batallones prietos y victoriosos! (Se detiene ante una silla.) ¿Qué es esto?

 

ASLAKSEN. (Mirando.)

- ¡Oh! es que…

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¡Los emblemas de la autoridad aquí! (Coge y muestra la gorra y el bastón del ALCALDE.)

 

HOVSTAD.

- Puesto que no tiene remedio…

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Ya lo comprendo todo. Ha venido a sobornarlos, pero inútilmente, ¿no es eso? y al verme llegar… (Rompe a reír.) se ha largado. ¿A que sí, señor Aslaksen?

 

ASLAKSEN. (Con azoramiento.)

- Sí, se ha largado, señor doctor.

 

DOCTOR STOCKMANN. (Deja el bastón.)

- No. No lo creo posible. Pedro no es capaz de huir. ¿Dónde le han escondido ustedes? ¡Ahí! Un momento; voy a  buscarle. (El doctor se pone la gorra, empuña el bastón, dirigiéndose a la puerta por la cual ha desaparecido el ALCALDE, y la abre.)

 

(Este último muy irritado entra, seguido de BILLING.)

 

EL ALCALDE.

- ¿Qué broma es ésta?

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¡Más respeto, Pedro! Ahora el alcalde soy yo. (Se pavonea, enarbolando ostensiblemente el bastón.)

 

SEÑORA STOCKMANN.

- Acaba de una vez, Tomás.

 

EL ALCALDE.

- ¡Devuélveme mi gorra y mi bastón!

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Si tú eres el jefe de policía, yo soy el jefe de la ciudad. ¿Me oyes? Has venido a luchar contra mí a escondidas. Pues no conseguirás nada. Mañana haremos la revolución, ya lo sabes. Querías despedirme, y te destituyo de todos tus cargos. ¿Es que creías que yo no era capaz de tomar una determinación? Tengo de mi parte a todas las invencibles fuerzas populares. Hovstad y Billing van a clamar desde La Voz del Pueblo, y el impresor Aslaksen se pondrá al frente de la Sociedad de Propietarios, que a su. vez me apoya.

 

ASLAKSEN. (Trémulo.)

- Señor doctor, yo…

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¡Usted lo hará, y ustedes también, queridos amigos! (A HOVSTAD y a BILLING.)

 

EL ALCALDE.

- ¿Que el señor Hovstad es capaz de sumarse a esos agitadores?

 

HOVSTAD.

- No, señor alcalde, no lo crea usted.

 

ASLAKSEN.

- El señor Hovstad es incapaz de arruinarse ni de arruinar el diario por una niñería.

 

DOCTOR STOCKMANN. (Asombrado.)

- ¿Qué están ustedes diciendo?

 

HOVSTAD.

- Usted me había presentado la cuestión bajo un aspecto falso. Me es imposible en absoluto defenderle.

 

BILLING.

- Sobre todo después de las explicaciones que el alcalde ha tenido la amabilidad de darme en la pieza contigua. No podemos apoyarle.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¿Bajo un aspecto falso? ¡Oh! ¡Nada de eso! Publique usted mi artículo. Ya sabré yo enseñar cómo se defiende una idea cuando se está convencido de que es cierta.

 

ASLAKSEN.

- Imposible. No puedo imprimirlo. Ni puedo ni me atrevo.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¡Ah! ¿no se atreve? Es usted el director del periódico, el que manda, ¿no?

 

ASLAKSEN.

- No; los que mandan son los suscriptores, señor doctor.

 

EL ALCALDE.

- ¡A Dios gracias!

 

ASLAKSEN.

- La opinión pública, el público culto, los propietarios, son los que dirigen los periódicos.

 

DOCTOR STOCKMANN. (Conmovido.)

- ¿Y todas esas fuerzas están contra mí?

 

ASLAKSEN.

- Por supuesto. Si su artículo se publicara, sería la ruina de la clase media.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- No puedo creerlo.

 

EL ALCALDE.

- ¡Mi gorra y mi bastón, por favor! (El DOCTOR STOCKMANN deja ambas cosas sobre la silla, y PEDRO STOCKMANN las recoge.) No ha durado mucho tu autoridad.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Todavía no hemos terminado, Pedro. (A HOVSTAD.) ¿De modo que no va a publicarse mi artículo en La Voz del Pueblo?

 

HOVSTAD.

- De ninguna manera. Basta que pueda ser pernicioso para su familia…

 

SEÑORA STOCKMANN.

- Le agradecería que se olvidara en este momento de la existencia de esa familia, caballero.

 

EL ALCALDE. (Entregando un papel a HOVSTAD.)

- Para compensar al público, conviene que se. inserte esta nota oficial. Es una aclaración auténtica. ¿Querría usted encargarse de ella?

 

HOVSTAD. (Tomándola.)

- La haré imprimir. Gracias, señor alcalde.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¿Y mi artículo, no? Piensan que lograrán hacerme callar, que ahogarán la verdad. Pero va a ser más difícil de lo que se figuran. Señor Aslaksen, aquí tiene usted el manuscrito; imprímalo bajo mi responsabilidad. Tire  cuatrocientos… o mejor, quinientos ejemplares.

 

ASLAKSEN.

- Por nada del mundo me prestaría a imprimirlo, señor doctor. No puedo ir contra la opinión pública. No encontrará usted en la ciudad un solo impresor dispuesto a hacérselo.

 

DOCTOR STOCKMANN. (A HOVSTAD.)

- Devuélvame el manuscrito.

 

HOVSTAD. (Se lo devuelve.)

- Aquí lo tiene.

 

DOCTOR STOCKMANN. (Tomando el sombrero.)

- Es indispensable que se conozcan mis opiniones. Convocaré una reunión popular. Mis conciudadanos deben oír la voz de la verdad.

 

EL ALCALDE.

- Ninguna sociedad te cederá local; estoy seguro.

 

ASLAKSEN.

- De fijo.

 

SEÑORA STOCKMANN.

- ¡Es una vergüenza! ¿Por qué se han vuelto todos contra ti, Tomás?

 

DOCTOR STOCKMANN. (Con. ira.)

- ¡Porque aquí no hay hombres! ¡Aquí sólo hay gentes que, corno tú, Catalina, no piensan sino en su familia y son incapaces de preocuparse del bien común!

 

SEÑORA STOCKMANN. (Dándole el brazo.)

- Pues yo les demostraré que una… pobre mujer vale a veces tanto o más que un hombre. Estoy de tu parte, Tomás.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¡Bravo, Catalina! Mi dictamen tiene que hacerse público. Si no hay otro recurso, recorreré la ciudad como un pregonero Y lo leeré en todas las esquinas.

 

EL ALCALDE.

- Espero que no seas tan loco.

 

ASLAKSEN.

- No conseguirá usted que le siga un solo hombre.

 

SEÑORA STOCKMANN.

- No importa, Tomás. Haré que tus hijos te acompañen.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- ¡Muy bien pensado!

 

SEÑORA STOCKMANN.

- Estoy convencida de que tanto Morten como Ejlif te seguirán con alegría.

 

DOCTOR STOCKMANN.

- Igualmente vendréis tú y Petra.

 

SEÑORA STOCKMANN.

Yo no, Tomás. Saldré al balcón para veros pasar.         

 

DOCTOR STOCKMANN. (Abrazándola y besándola.)

- ¡Gracias, Catalina! Señores, ha empezado la batalla. Ya veremos si la cobardia es capaz de ahogar la voz de un ciudadano que lucha por el bien común.

 

(El doctor y su mujer vanse por el foro.)

 

EL ALCALDE. (En tanto que mueve la cabeza con preocupación.)

- ¡Ha acabado por volverla loca a ella misma!

 

FIN DEL ACTO TERCERO

Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires
19-04-2024